domingo, 4 de diciembre de 2016
Los comulgantes
“Ojalá pudiéramos sentirnos protegidos, ojalá nos atreviéramos a expresar ternura, ojalá hubiera certezas en las que pudiéramos creer, ojalá creyéramos”. Martha (Ingrid Thulin) inclina la cabeza, la luz lateral perfila su rostro en penumbras. Se siente en la intemperie, aunque el espacio sea ilusión de certezas y protección, una iglesia. El hombre que ama, pero no le corresponde, el pastor Tomas Ericsson (Gunnar Bjornstrand) comienza la homilia, una representación más, una representación en la que él mismo no cree. Que la realice, una vez más, como un ineludible ritual, certifica su derrota y su miseria. El plano con el que concluye el relato de 'Los comulgantes' ( Nattvardsgästerna, 1963) le muestra iniciando lo que no es sino una impostura. El corte de clausura es seco, como un tajo, no hay ni títulos de créditos, como si fuéramos arrojados abruptamente a la intemperie de lo real, tras desentrañar, y abrir en canal la falacia de un relato religioso, con infulas de transcendencia, que se supone propicia ilusión de certezas y protección. Su transmisor amplifica la impostura. Ericson, no cree que exista continuidad tras la muerte ni que haya ninguna entidad divina con la que establece diálogo. No siente lo que manifiesta y predica. Vive de espaldas y da la espalda a los demás. Es un hombre hueco, la máscara de un hábito. El mismo urde la tela de su prisión.
Necesitamos que haya una continuidad en el relato de la vida, que tras la muerte prosiga la película o función, que no haya término, porque eso indica además que hay un designio, una finalidad, un sentido, como por ello creamos otro relato en el otro fuera de campo, el de la abstracción, en el que configuramos seres superiores, divinidades, demiurgos o directores de puesta en escena, o que tienen la capacidad de intervención sea durante lo que llamamos vida o como jueces y sancionadores en ese fuera de campo posterior, esa incógnita tras la muerte, que necesitamos siga siendo un campo de historias, por tanto de vida. El ser humano necesita creer que hay algo después, que no nos espera sólo el vacío, que el fin puede ser cualquier fin sin más, y en cualquier momento imprevisto. Por eso hay tantos seres humanos que necesitan de esas organizaciones religiosas, de credos y dogmas, que les hagan sentir que todo tiene un designio, que hay alguien tras el telón, da igual cuantas crueldades siga ejerciendo el ser humano, cuantas desgracias sigan produciéndose, no puede ser aleatorio, no puede pensar que todo depende de nosotros, de nuestra inconsistencia o incompetencia, o de nuestra capacidad de ser empáticos y razonables. Lo que sintamos o hagamos sentir no tiene que depender de si continúa el relato más allá de la muerte o de sí hay demiurgos que lo dotan de finalidad.
Quien se supone que debe propiciar esa ilusión de certeza y protección a los feligreses, a los que dudan y se sienten extraviados, a quienes sienten la desolación y el desamparo, se confiesa muerto en vida, desde que falleció su esposa. Es un hombre seco, árido, que siente que esa construcción divina en la que creía le ha abandonado. En la anteúltima secuencia, Algott (Allan Edwall), el sacrístán, comparte sus dudas sobre la pasión de Cristo, cree que se subraya demasiado el dolor físico que padeció. El sí sabe de dolor físico debido a su handicap, por la que recibe de por vida una pensión de por vida por minusvalía. Piensa que debió ser más terrible la desolación de sentirse no comprendido y abandonado por los que se consideraban discípulos, y por la divinidad que consideraba su padre. Ericsson escucha sin saber ya que responder. Sabe que él también expresó las mismas palabras que Cristo en la cruz, '¿por qué me has abandonado?'. Pero su silencio no es que corrobore su desamparo ante el silencio de dios, esa araña divina muda que él mismo considera inexistente, sino porque toma obscena consciencia de que él no es capaz de comprender a los otros como por su impotencia no ha dejado de abandonar a los que le aman o solicitan ayuda y guía. De manera de cualquier entidad divina es una construcción ilusoria, una falacia, él es una réplica humana de falaz divinidad. Es el ser humano quien ejerce el daño, quien no sabe transmitir ternura o alivio.
No fue de capaz de aliviar el desasosiego de un feligrés, Jonas (Max Von Sydow), para quien el mundo es ya una fisura abierta en la que es posible cualquier desgracia. Ha leído que los chinos son educados en el odio, y que disponen de bombas atómicas, por lo que siente que no está protegido, que en cualquier momento puede producirse la hecatombe. La realidad es pura incertidumbre y desamparo. Pero Ericsson sólo es capaz de vomitar su propia nausea vital, su escepticismo, su vacío emocional, su falta de creencia en nada. Como si él fuera quien necesitara desahogarse arroja sobre la fragilidad desesperada de Jonas su insatisfacción consigo mismo, su malestar y su asco. También escupirá su desprecio y repulsa a la mujer que desde hace dos años le ama, con quien mantiene una relación que es también una falacia. Todo el desprecio acumulado se lo arroja en el aula donde ella imparte clases a niños. Evidencia su nulo desarrollo emocional, su deterioro, alguien que no ha sabido crecer y desarrollarse. Desprecia sus atenciones y sus mimos, como el haberle atosigado con sus penalidades fisiólogicas. La enfermedad de la piel que ella sufría no deja de ser el reflejo de los eczemas interiores que a él le dominan. Para ella era él su sueño de transcendencia, y él que no siente ninguna la humilla con crueldad, remarcando, cual divinidad en la escala humana, que no sólo la abandona, sino que la desprecia.
La narración se desnuda a través de los rostros, de los gestos, primeros planos que escarban en las emociones desoladas de los personaje, a través de prodigiosos intérpretes que imparten clase magistral sobre la precisión expresiva de complejas emociones en colisión. Los fugaces exteriores transpiran temblor, frío, distancia. Junto al cadáver de quien se ha disparado en la cabeza por no soportar tanta desazón, el río resuena atronador. Las figuras se desplazan por el encuadre, los vivos acarrean el peso muerto de quien se salió de escena, porque descubrió la falsedad del escenario y no encontró protección alguna. El relato se abre con la minuciosa descripción de un ritual, de una película, de un escenario, la homilía que imparte Ericson. Cuando se ha vaciado el escenario, contempla la efigie de Cristo, y en voz alta destaca su ridiculez. Todo es irrisorio, incluso él mismo. Sólo quiere abandonar el escenario, en donde se siente atrapado en la red de una araña, pero a diferencia de Jonas, no se atreve. Se sostiene en el arrogante y autocomplaciente equilibrio de su bilis y su impostura. Aunque su miseria, sobre todo, es que no que sabe mostrar ternura ni transmitir alivio.
Película íntegra
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