domingo, 27 de noviembre de 2016
Los inútiles
Un carnaval, una fiesta de disfraces, no es más que el ilusorio interludio que oculta las insatisfacciones y frustraciones. La imagen de un ebrio Alberto (Alberto Sordi), disfrazado de mujer, sosteniendo el espantajo de un cabezudo, como si fuera su reflejo, condensa su escisión, la configuración de su vida sobre el autoengaño y la evasión, una imagen deformada de una vida cotidiana entretejida con vanos rituales que demoran el enfrentarse a las propias carencias. Por un instante, Alberto siente vértigo. Por un instante, se abre el telón como se levanta la costra de una herida. Su vida es un escenario en el que transita ensimismado, como quien cree que clava con un alfiler el tiempo. Pero este se fuga, como su hermana desaparece de su vida, no de escena. Hasta ahora las reprimendas a su hermana eran parte del repertorio en que había constituido su vida, hijo convertido en mascota de su madre en la que se refugiaba mientras dejaba su vida desperdiciarse en vanos recreos, y fútiles disipaciones, como un adolescente que no es consciente de que ya no lo es pero aún vive y actúa como si lo fuera. Sus reproches a la hermana, para que no hiciera daño a la madre, con sus amores clandestinos, no eran sino una complementaria forma de autoengañarse, como adolescente que se cree que actúa como adulto. Alberto es uno de los 'vitelloni' de 'Los inútiles' (I vitelloni, 1953), de Federico Fellini.
Ennio Flaiano, uno de los guionistas junto a Fellini y Tullio Pinelli, comentó que el término 'vitelloni' era una deformación de 'vudelloni', el intestino largo o persona que come mucho, un hijo que sólo come pero no produce. Son jóvenes sin empleo que viven de la familia. Su estación estelar es el verano, en el que dan rienda suelta a su gusto por los placeres epicureos, y permanecen en hibernación durante el resto del año. Viven fueran del tiempo, como si no fueran conscientes de su discurrir, como si renegaran de dar el paso a la vida adulta que implica asunción de responsabilidades. Su modelo y guía es Fausto (Franco Fabrizi), el seductor que afanósamente intenta conquistar a cualquier mujer que le resulte atractiva (y el espectro de posibles no deja de ser amplio), despreocupado de las consecuencias de su seducción. Fausto no ha tenido que vender su alma para alcanzar la inmortalidad. Vive felizmente sin los escrúpulos ajenos a la noción del paso del tiempo, como quien aún se siente inmortal. La sucesión de avatares que sufre a lo largo de la narración no dejan de reflejar ese forcejeo entre su inclinación a la inconsciencia del niño o adolescente irresponsable y una realidad que no deja de de llamarle al orden, como un carraspeo que se convierte en reglazo en los nudillos.
Fausto deja embarazada a la hermana de uno de sus amigos, Moraldo (Franco Interlenghi), por lo que se ve forzado, por la presión del padre, a convertirse en un adulto, en alguien útil, al asumir sus responsabilidades casándose con ella. Pero en cada recodo de su trayecto vital se encuentra con una tentación que no puede desaprovechar. Significativamente, la primera será en una cine. Fausto no se resigna a vivir en la cruda realidad, sino que desea seguir sintiendo que es protagonista galán en una pantalla. No puede asumir que su vida se fosilice, como un objeto apartado ya convertido en antigualla porque renuncia a la vida, por lo que también seduce a la esposa de su jefe en la tienda de antiguedades donde trabaja. Una y otra vez, como un niño travieso deja la mano que le agarra y echa a correr tras una fantasía, pero vuelve al redil, a la relación que le confronta con sus responsabilidades, al hecho de que ya no sólo es hijo sino también padre. Por su lado, el entusiasta escritor, Leopoldo (Leopoldo Trieste), colisionará con la real y siniestra condición de ese mundo idealizado del arte a través del inquietante actor, Sergio (Achille Najeroni), quien deja palpable que el acceso a la ilusión pasa por la sórdida condición del intercambio. Absorto y arrobado en la lectura de su obra, la pantalla de su sueño, alza la mirada y descubre que ambos son dos figuras solitarias en la intemperie de la noche, que aquel que parecía escucharle y que podía posibilitar que su sueño se hiciera realidad, le guiaba más bien hacia un rincón oscuro en donde dar rienda suelta al placer carnal. El cumplimiento de los sueños exige un peaje.
Inmovilidad o movimiento vital. Figuras inmovilizadas que contemplan desde la orilla la vida en la que no se deciden a sumergirse. Figuras que ignoran que dejan la vida pasar, inmóviles en las arenas movedizas de la peana en la que permanecen detenidos como estatuas (como ese camarero, a su vera, de mirada perdida, que hiede a vida truncada, mientras juegan una vez más al billar; o la talla del ángel que Fausto y Moraldo intentan vender en monasterios o conventos, cual precedentes de los estafadores de 'Almas sin conciencia'). Los componentes de este grupo de amigos, por un lado, viven en la autocomplacencia o ensimismamiento, y por otro se pliegan o se resignan a lo que la realidad inmediata les ofrece, adaptándose, subordinándose. Sólo uno de ellos, Moraldo (Franco Interlenghi), alter ego del cineasta, abandonará (o escapará de) este pueblo de provincias, esa Rimini natal del propio Fellini, que convierte en emblema emocional de la raíz que pudo haberse convertido en cadena. Moraldo mira hacia atrás en el tren que se marcha y hacia una vida que abandona, de la que se libera, y de la que se despide con añoranza, condensados en esos travellings de retroceso sobre cada uno de sus amigos en sus hogares, o prisión de provincias de la que no saldrán. En la estación sólo está presente Guido, ese niño de doce años que tiempo atrás con el que se había cruzado en plena noche. Mientras él retornaba de una de sus juergas, el niño se levantaba a las tres de la mañana para dirigirse a realizar su trabajo como ferroviario en la estación. Era el reflejo de lo que podía ser, su caustico reflejo distorsionado (las responsabilidades de ser adulto a través de un niño).
Paula, la niña en la secuencia final en la playa de 'La dolce vita' (1960) refleja por contraste la degradación de Marcello (Marcello Mastroiani). Su rostro demacrado sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). En cambio, el niño Guido refleja, no sin ironía, la asunción y determinación de Moraldo de convertirse en un adulto, de ponerse en movimiento, de decidirse a configurar su propia vida y responsabilizarse de la misma, en vez de vivir estancado en una fantasía o subordinado a un escenario programado, esa vida predeterminada y restringida de acciones rituales que nos pueden atrapar en el cepo del hábito y la inercia, en la avenencia que es concesión, y desaparecer en la impersonal intercambiabilidad de ser uno más en los compartimentados ritos de paso de la vida. Los que hay que logran rebelarse, y protestar, o probar en otro lado, conscientes de lo real, de que el tiempo se fuga, y de que la vida no deja de ser un escenario, pero por lo menos se puede luchar por intentar configurar el propio, como Moraldo. Son, como el propio Fellini, los que alientan la posibilidad del cambio, la superación y la mejora del espíritu humano. Los que no dejan de dirigirse hacia delante sin olvidarse de mirar atrás. Los que se internan en territorios desconocidos sin olvidarse el equipaje de la memoria, porque en el contraste entre lo que se fue y puede ser se propulsa la reflexión que habilita los umbrales.
Nino Rota compuso otra hermosa banda sonora en su larga y fructífera colaboración con Fellini.
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