martes, 11 de octubre de 2016
Fuego en el mar
Durante la segunda guerra mundial, los barcos pesqueros de la isla de Lampedusa temían aquel fuego de mar generado por los navíos de guerra que iluminaban la noche con sus cohetes. Setenta años después, hay otro fuego en el mar, residuos heridos de otras guerras, los emigrantes procedentes de diferentes países, que intentan cruzar el mar desde Africa. Hay otras llamas, que causan quemaduras en los cuerpos de algunos emigrantes, cuando se vierte gasolina en las lanchas motoras que les trasladan desde los paquebotes que son interceptados. Algunos simplemente se hunden. Las voces de socorro se extravían en la noche, ignorantes de cuáles son sus coordenadas para poder ser rescatados. Miles de cuerpos perecen en las profundidades de ese mar sin alcanzar la costa, quizá después de haber recorrido cientos de kilómetros,de haber superado un desierto en el que debieron beber su propia orina para sobrevivir. Algunos cuerpos han superados todas y cada una de esas etapas de padecimiento para poder huir de una circunstancia desesperada, sea Costa de Marfil, Somalia, Eritrea, Nigeria, Siria. Algunos alcanzan la costa de una nueva etapa, en la que intentan olvidar su desesperación disfrutando de un partido de fútbol entre representantes de diferentes países en el campo de recogida, como si el pasado y el futuro fueran extirpados, y aún el presente pudiera propagarse como una mecha que encienda la ilusión de que su vida no es sólo huida.
En ese mar en el que habrá cadáveres que sean recuperados de sus profundidades, hay otros que se sumergen para simplemente bucear, para disfrutar del paseo en ese otro universo en el que habitan criaturas diferentes de los humanos. Para los habitantes de Lampedusa el mar representa no el espacio que cruzar para alcanzar la meta de otra etapa, sino el escenario habitual de su realidad, el de una vida entregada y dedicada a la pesca. Una vida en la que han dependido de las condiciones meteorológicas para poder realizar las rutinas de una nueva salida a la mar para conseguir el preciado pescado que suministra sustento a su vida. Una vida sacrificada, áspera, en la que quizá debían permanecer durante diez meses en un barco sin ver tierra ni a las personas que amaban. En 'Fuego de mar' (Fuoccoamare, 2016), de Gianfranco Rosi, de nuevo, como en la previa 'Sacro gra' (2013), un admirable cruce entre documental, ficción y poesía, se contrasta esas dos vivencias de realidades con respecto al mar, frente al mismo y a través del mismo.
En la singladura narrativa adquiere singular relevancia, como contraste, un niño de doce años, Samuele, hijo de pescador, que aún se marea y vomita cuando navega, que aún no sabe dominar con sus remos un bote, y que ignora las vicisitudes de los emigrantes que se trasladan en otros barcos, en los que también hay categorías de pasajeros, por lo que los que menos pagan van apelotonados en la bodega con riesgo de que pierdan la vida por asfixia. Samuel vive con la mirada hacia dentro, hacia tierra, hacia sí mismo: es un niño, en principio, que elabora su particular tirachinas para matar pájaros, y como no lo consigue, se dedica a jugar al tiro al blanco con cactus que desfigura con la navaja y petardos, o a hacer que dispara con una metralleta o un subfusil. Es una mirada que se forma, aún borrosa, inconsciente. Es una mirada que necesita graduarse, una mirada de ojo vago que debe recuperar el enfoque. Es la mirada de muchos europeos que no son conscientes, ni pretenden serlo, miradas que prefieren vivir en la ignorancia, o considerar a aquellos emigrantes como intrusos, bultos indiferenciados que no sienten, figuras borrosas tras un plástico, o espectros cubiertos con la manta isotérmica que les protege del frío, más que preocuparse de lo que han padecido en ese pretérito del que huyen o que padecen en su intento de atravesar ese mar de llamas invisibles que quieren cruzar para alcanzar algo que se asemeje a un refugio en el que puedan encontrar un mínimo sustento, y quizá, incluso, como en la isla de Lampedusa, escuchar la música que dedican a las personas que aman. El niño no dispara a más pájaros, incluso acaricia a uno, pero sigue jugando a que dispara al cielo. Aún la mirada necesita enfocarse más para que deje de ser del todo un ojo vago.
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