domingo, 16 de octubre de 2016
All the real girls
Paul (Paul Schneider) y Noel (Zoe Deschanel) conversan en penumbras, en un espacio, un callejón, que asemeja a un túnel de formas herrumbrosas. Ella comenta que nunca había sentido, como con él, que la escucharan, por eso sabe que le ama. El duda, reconoce que teme la reacción de su posesivo hermano. Ella desea que le bese. El besa su mano, tras vacilar. Es un plano largo y sostenido. Es el primer plano de All the real girls (2003), segunda obra de David Gordon Green. Ya nos indica que tan o más relevante que lo que vemos o se escucha es lo que se entrevé, aquello que se dibuja entre líneas. La penumbra, las herrumbre, la vacilación con la expresión de lo que se desea y siente, cartografía de las dificultades de crear vínculos afectivos con los demás. Ambos están aislados, como si intentaran perfilar su relación en la realidad, o la realidad de su relación más allá de un entorno del que no se puede estar aislado: espacios propios y entorno, colisión. Como el peso del pasado o la falta de pasado, emociones con esquirlas de relaciones vividas, emociones que aún despuntan y necesitan contrastarse para definirse. Penumbras. Las que dominan las emociones de unos personajes que buscan encontrarse, y perfilarse en una relación de amor que se vislumbra como una excepción en un paraje rural donde los personajes, como esas carrera de coches en la que participan, parecen dar vueltas con su vida sin ir hacia ningún sitio.
Penumbras. Paul tiene mala fama por haber seducido a la mayor parte de las chicas del pueblo. Una imagen con la que lucha, porque ni siquiera su mejor amigo, el hermano de Noel, confía en él, ya que piensa que su hermana será otra víctima arrollada por su indiferencia como un cuerpo más indistinguible del resto, como otro trozo de madera arrojado en un callejón. Esa consideración, ese pasado, lo que se fue, se convierte en una primera interferencia para la relación que quieren ambos configurar. Y, por ello, remarca su respeto por Noel, dado el amor que siente por ella, demorando esa primera vez que hagan el amor.
Penumbras. Distintas circunstancias las de sus procesos sentimentales. Noel es virgen, y esa virginidad está también en su mirada como quien descubre algo nuevo, que también la desborda, y que no sabe cómo encajar. Paul ha comparado demasiado, y sabe cuál es la distinción de lo que siente por Noel. Noel ha comparado poco o nada, y necesita hacerlo, aunque no sea conscientemente, para saber qué ama a Paul. Y esa necesidad, aun no intencional, se convierte en segunda interferencia, por cuanto a Paul le costará encajar que ella haga el amor con otro, pese a que le diga que no lo buscó y que aquella experiencia sirvió para que apuntalara de modo definitivamente firme que es a él a quien ama.
Paul debe enfrentarse a esa interferencia, como un rasguño que agrietara el paisaje de la ilusión, como la herrumbre el entorno natural de un río. Mientras ella no se deja sugestionar por el recelo que pudieran suscitar los fantasmas del pretérito afectivo de Paul, la herrumbre emocional que arrastra, Paul se debate, entre contorsiones, entre lo que siente y la no asimilación de la presencia de otros hombres en la vida de Noel, no sólo como amantes, sino como amigos, que por tanto se teme sean posibles amantes. Noel reconoce que le duelen los pensamientos que tiene sobre él, pero Paul no deja de temer las emociones, no es capaz de sumergirse sin miedo en ellas, como le pasa a su perro al que insta, en la secuencia final, a que supere su miedo de lanzarse al agua. Al fin y al cabo, se lo dice a sí mismo.
Los otros personajes son reflejos de lo que fue y de lo que podrá ser, como la madre, que se gana la vida como payasa, y el tío de Paul, o los niños, el hermano con síndrome de Down de Noel o la niña asiática, no sólo en el amor sino en la forma de habitarse y de relacionarse con la vida. Esos personajes son como fisuras en el espejo de la representación, en los cuáles, en sus fugaces presencias de fondo, late todo una vida de frustraciones y anhelos, de extrañeza, de interrogantes y mirada desprejuiciada, como rasgante coro griego. Hay secuencias que se cortan de modo abrupto, en otras se combinan tiempos, y sobre todo, destacan esos breves planos o encadenados de secuencias que son falsos tránsitos, en los que prima el silencioso clamor de la emoción como contrapunto musical narrativo. En la bolera, ambos se abrazan, y su abrazo recrea la figura del uroboros, el mandala alquimista básico, el símbolo de la complementariedad, el recordatorio de que lo contradictorio se integra a partir de su dualismo en lo que es una unidad. Representa el proceso para el refinamiento de la sustancia, en este caso la relación afectiva. Esa es la búsqueda, entre penumbras. Esa es el propósito, mientras se confrontan con su condición de bolos, con la colisión de las emociones que les superan, convirtiéndoles en marionetas de su desconcierto. Para conseguirlo, en vez de romper el cristal que representa su propia torpeza, Paul deberá optar por lanzarse sin miedo a las corrientes que aún no domina.
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