jueves, 28 de julio de 2016
En el valle de Elah
Deerfield (portentoso Tommy Lee Jones) es un hombre que piensa que los cimientos de su mirada son sólidos. Suministra grava para las carreteras, suministra convicción a sus hijos para que sientan que deben servir a su patría en cualquier guerra, cuya intervención siempre estará alentada por un propósito justo, aunque su vida corra peligro. En su mirada ondea la mirada, orgullosa. No siente ni piensa que su país necesite ayuda ni auxilio, porque es quien lo suministra. Por eso, corrige el error de quien, ignorante porque es extranjero, salvadoreño, iza la bandera del revés, y como le indica cuando se iza así es porque el país necesita ayuda o auxilio. En el trayecto de la espléndida En el valle de Elah (In the valley of Elah, 2007), de Paul Haggis, Deerfield verá cómo se rasgará la cornea de sus convicciones, cómo su mirada comprenderá que su país sí necesita ayuda y auxilio. Se encuentra desgarrado, malherido. Por eso, en la secuencia final, iza una bandera rasgada, la bandera que le envió su hijo desde el frente en Irak, correspondiente a su mirada lesionada, a la de tantos otros soldados que torturaron presos, disfrutaron, ya desquiciados, con la saña de la violencia, y sufrieron tales traumas que sus mentes implosionaron, convirtiéndose en un amasijo despezado en el que ya no disciernen la realidad, como si les dominaran súbitamente los espasmos del horror no asimilado. La piedra que el joven David lanzó contra Goliath, ese relato que para Deerfield justifica el envío de los jóvenes a la guerra, incrustó sus astillas en sus mentes. Su mirada siempre piensa que la amenaza proviene del exterior, si no es de un país extranjero, de otros que no pertenecen a los suyos: pensará que los autores del crimen son inmigrantes, narcotraficantes mejicanos, y sospechará del soldado de esa procedencia. Deerfield colisionará con la mirada de su propio hijo, descubrirá cómo era, tomará consciencia de su despedazamiento, descubrirá que necesitaba ayuda y auxilio. La sobria narración de 'El valle de Elah', se ve alterada por las incrustaciones de las imágenes grabadas en móvil durante la contiende en Irak. Son las astillas que irán dejando asomar ese horror, son las astillas que irán desgarrando los cimientos de la mirada de Deerfield durante la investigación, primero de la desaparición de su hijo, y después de su asesinato. Los pedazos de su cuerpo despedazado, quemado, acuchillado cuarenta y dos veces, son el reflejo de las miradas de quienes fueron sus asesinos, y también la propia, porque ese crimen también lo podría haber realizado él. Cualquiera de esos soldados, tal era su perturbación, podría haber sido el asesino como la víctima. De hecho, es lo que son, asesinos y víctimas.
¿Por qué enviaron a un niño? Le pregunta el hijo a la detective Sanders (extraordinaria Charlize Theron) con respecto a David. 'No lo sé', contesta ella. La detective Sanders es la mirada que no se pliega, que se enfrenta tanto a sus propios compañeros, por su arrogancia despectiva, debido a que es mujer, y sus superiores, como a los militares que también llevan la investigación, y pretenden imponerse como señores feudales que consideran intrusas otras miradas. Incluso, a la seca suficiencia de Deerfield. Insiste, afirmada en el hecho de que el asesinato ocurrió en su jurisdicción y no en la militar como suponían, y consigue que le adjudiquen el caso. Su mirada firme, su pelo recogido en una coleta, su vestuario sobrio y elegante, como una coraza, reflejan su determinación. Su mirada condensa la convulsión del conocimiento doloroso. Amoratada por un codazo accidental de Deerfield, con un esparadrapo que cruza su nariz, su mirada evidencia la desolación, la mirada que sólo sentirá el abismo pero no logrará encontrar un consolador porqué, ante el relato del soldado que apuñaló cuarenta y dos veces al hijo de Deerfield, una acción que fue realizada sin premeditación ni consciencia ni motivación, como el resorte de unas entrañas heridas, un acto que reflejaba una herida compartida. No hay justificaciones, nada que amortigue la consciencia y constatación de que la experiencia en la guerra deja heridas no visibles que pueden matar progresivamente las entrañas, descomponer las miradas en astillas. En paralelo, es asesinada una mujer, a la que habían negado la ayuda que solicitaba porque temía que incrementara el desquiciamiento de su marido, otro soldado que había retornado de la guerra, tras que estrangulara al perro delante de ella y su hijo. Pero nadie se preocupa de la muerte de un perro. Nadie parece querer ver ese desquiciamiento, esas entrañas rasgadas.
Haggis había escrito el papel de Deerfield pensando en Clint Eastwood, pero aunque a éste le pareciera un guion excelente, y lo es, estaba embarcado en otros proyectos, y sugirió a Tommy Lee Jones. La obra utiliza una estructura parecida no distante de la posterior de El Francotirador, otra mirada mordaz e implacable al conflicto bélico irakí, tramando la narración sobre la anatomía de una mirada, y su demolición, desde el interior del propio relato. Sus respectivos protagonistas no difieren en mirada. En este caso, sí hay un contrapunto, en el personaje de la detective Sanders, como Eastwood planteó una doble mirada a un conflicto bélico desde las dos perspectivas de los ejércitos enfrentados en su magnífico dueto Banderas de nuestros padres (2006) y Cartas de Iwo Jima (2006), en las que Haggis fue co guionista. Incluso, podría haberse titulado, de modo mordaz, como su última obra, la estupenda mini serie Show me a hero (2105). También hay otra mirada femenina que ejerce de contrapunto, la de la esposa de Deerfield, Joan (Susan Sarandon), quien le reprocha que por inculcarles sus convicciones desde pequeño no le haya dejado un hijo vivo. Protagoniza una secuencia magistral, a la altura de los momentos más destacados del cine de Eastwood, cuya influencia no deja de percibirse: un plano general nos muestra cómo Deerfield recoge a su esposa en el aeropuerto; en la morgue militar observa desde fuera, a través de las persianas el cuerpo mutilado e incompleto de su hijo, que sólo se percibe a través de reflejos. Tras no permitírsele entrar, para verlo de cerca, se marcha por otro pasillo, abrazada a su esposo. Se alejan de la cámara, en un plano de larga duración, hasta que se detiene para abrazarse a su esposo entre las convulsiones del llanto. En la escueta despedida en el aeropuerto, la proximidad alivia, de modo pasajero, las distancias a través de un plano contraplano. Deerfield contempla cómo ella se aleja. Probablemente, hay heridas que se convertirán en distancia. Pero también en la proximidad del conocimiento que enfoca no desde la distancia del ideal sino desde la consciencia de lo real. Por eso, iza una mirada desgarrada.
Mark Isham compuso una magnífica banda sonora.
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