lunes, 16 de mayo de 2016
El último hombre
Una ciudad que parece fantasma en medio de ninguna parte rodeada de un desierto es el escenario en el que dos contendientes disputan el dominio de un escenario. Escenario despojado y un escenario que conjuga diversos tiempos, es el espacio de un western con figuras de un espacio urbano, los gangster, porque es esencia y reflejo sin accesorios de predominante tendencia de la naturaleza humana. Unos y otros son los mismos en diferentes tiempos. Es un escenario abstracto a la par que dotado de una concreción que se hace magulladura, como el dorado del excepcional trabajo de dirección fotográfica de Lloyd Ahern conjuga la terrosidad, el polvo, con el ilusorio brillo del oro. La disputa del dominio de un escenario procede de la enajenación de la suficiencia. El ser humano se deja superar por la pulsión de poder, que fácilmente se convierte en abuso, en violencia que suprime al rival, por tanto en negación de vida por la supeditación a los dorados de la fantasía de la ambición. Por eso, implica aislamiento de la realidad, su negación. No importa el tráfico de cotidianeidades a las que pueda afectar su disputa. Por eso, no se percibe vida común más allá de la presencia de los contendientes. Importa quien gana, por eso el mordaz título original de 'El último hombre' (Last man standing, 1996), de Walter Hill: el último hombre en pie, una obra anómala en una década en la que abundaba un cine de acción sostenido sobre el vacío del exceso y cuerpos invulnerables, espejismo de que todo era posible; una obra, por otro lado que supera a sus precedentes, las obras realizadas por dos cineastas con más admiradores ( y a mi parecer muy sobrevalorados), como Akira Kurosawa y Sergio Leone ('Yojimbo' y 'Un puñado de dolares', respectivamente).
Esa armónica conjugación entre abstracción y concreción evoca no sólo de la otra de sus grandes obras previas de Hill, 'Driver' (1978), en la que personajes y espacio no dejan de ser representaciones, sino la de una magnífica producción de Hill, 'Alien' (1979), de Ridley Scott (quien no ha realizado desde entonces una obra tan sutilmente abstracta ni tan vibrantemente concreta). Unos personajes corrientes utilizados por la carencia de escrúpulos de la corporación, un cuerpo extraño, el alien, que se convierte en representación simbólica de esa Corporación, y de ese capitalismo salvaje en proceso de consolidación. John Smith (Bruce Willis) también es alguien sin conciencia, como el mismo alien. Pero su trayecto no será el mismo. Irrumpe en ese escenario, como figura que huye de otro escenario en una deriva que depende de dónde señale la aleatoriedad de una botella que se gira en el camino. Cruza un escenario, pero ve aludida su presencia como interferencia, por lo que decide intervenir, porque no acepta que otras voluntades decidan sobre el curso de su trayecto, que rompan el cristal de su coche o pinchen sus ruedas, porque mira donde otros no quieren que mire. No acepta que definan cuál es la dirección de su mirada. Decide intervenir, y jugar con los contendientes. Su motivación es la mera satisfacción de jugar con el destino de los otros. Si le agreden él devuelve el envite. Como un alien se introduce en ese escenario, lo altera completamente, y se apropia del mismo, hasta destruirlo, como si fuera el espectro que desintegra la inconsistencia esencial de las motivaciones que impulsan a los contendientes, a los ridículos y arrogantes humanos. Juega con las estrategias para desestabilizar el orden, las apariencias de realidad, juega a doble banda y propicia que se vayan destruyendo.
Pero, a diferencia del alien, sí posee una brecha en su falta de conciencia, o esta no es como el mismo se la relata, tiene bastante de pose, o coraza para sobrevivir, y probablemente sea la razón por la que huye de otro escenario. Su brecha son las mujeres, a las que no puede evitar ayudar. Las mujeres son figuras subalternas en ese escenario, figuras maltratadas, humilladas y prisioneras. De hecho, por mirar a una mujer, como representación de una posesión ajena, es por lo que se le destroza el coche, también como eqivalente objeto extensivo de una propiedad. A la prostituta que utilizan para intentan sorprenderle en una trampa, la ayuda pagándole el billete que la libere de ese escenario. Como también ayuda a Lucy (Alexandra Powers), la amante del jefe del bando italiano, Strozzi (Ned Eisenberger), a la que en principia utiliza él mismo como confidente, motivo por la que le arrancan una oreja. Y precisamente será casi su perdición el que intente ayudar a Felina (Karina Lombard), quien es la amante del otro contendiente, el líder del grupo irlandés, Doyle (David Patrick Kelly), Su acción será arriesgada, por cuanto la realiza con un propósito no de propia conveniencia sino para beneficio de otra. Su gesto pierde sutileza, la de la artera manipulación, porque es generoso, y no cuida la persuasiva apariencia cuando decide eliminar a los ocho secuaces que la protegen para liberarl. No resulta suficientemente convincente, porque todos ya saben quién es el único capaz de realizar tal acción, o quien posee cualidades que le distinguen del resto, por lo que será brutalmente apalizado.
Bruce Dern encarna, como en 'Driver', la representación de la ley. Pero si allí es alguien que necesita, de modo compulsivo, dominar y reglar la circulación del orden, aquí es alguien que juega a dos bandas. Es la doblez de la ley que se pliega, también por propia conveniencia, al dominio económico, sea una corporación, o unas bandas que se dedican al tráfico de alcohol. Esa conveniencia económica encuentra su correspondencia en la conveniencia del equilibrio social en la actitud cínica del capitán de los Texas Rangers, Pickett (Ken Jenkins), quien expone que es necesario disponer de infractores que perseguir. Sólo es cuestión de medida, de que no se exceda esa infracción, por eso debe suprimir una de las dos facciones. John Smith resulta útil en ese propósito para los que rigen el Orden, como el alien para la Corporación. Es un instrumento de regulación. Pero serán los escrúpulos, la conciencia, la que abrirá una brecha irremisible en ese lodazal de sistema de conveniencias y abuso de poder. No quedará nadie en pie sino esa figura maltrecha, cuerpo hecho magulladura, rostro que transmuta la impasibilidad en contorsión, la figura encogida por una herida (la integridad es más vulnerable a las heridas) que sobrevivirá, y se alejará en busca de otras encrucijadas y otros escenarios en los que se convierta en brecha y de los que tenga que huir por desentonar como un cuerpo extraño que padece una anomalía llamada escrúpulos y conciencia.
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