miércoles, 6 de abril de 2016
Orgullo de estirpe
'Orgullo de estirpe' (The horseman), de John Frankenheimer, con guión de Dalton Trumbo, que adapta la novela 'Les cavaliers' de Joseph Kessel (otra de cuyas novelas Jean Pierre Melville acababa de adaptar en la también magistral 'El ejército de las sombras', 1969), refleja la vertiente siniestra de la aventura, el negativo de las ínfulas de la virilidad, el reverso vacío de la afirmación en el desafío que comporta la vivencia del riesgo y el peligro, la pulsíón de muerte tras la apariencia de la propulsión vital de toda competición y confrontación. ¿Por qué necesita la bestia humana competir? ¿Por qué disfruta tanto con el espectáculo sangriento de un combate? En la excepcional 'Temeriarios del aire' (1969), Frankenheimer rastreaba esos componentes en los saltadores en paracaídas de una atracción de feria ambulante, en concreto a través de la atracción de vacío y la pulsión de muerte del personaje de Burt Lancaster, en principio en contraste con la vida monótona, de concesiones y frustración disimuladas bajo la ritualizada normalidad de los habitantes del prototípico pueblo de la América profunda. El contraste se revela equiparación o reflejo. Se deja de saltar en la rutinaria vida de dieta de emociones y deseos que no de ja de ser un suicidio prolongado, a diferencia del 'precipitado', y manifiesto, suicidio que realiza el personaje de Burt Lancaster en su último salto. No abre su paracaídas, como muchos en el tedio de su vida sin aconteceres quedan presos de las cuerdas invisibles de su paracaídas. 'A tí y a mí nos atrae la muerte', le viene a decir el padre, Tursen (Jack Palance) a su hijo, Uraz (Omar Sharif), en 'Orgullo de estirpe'. Es el reverso siniestro de la finalidad y realización de su vida, ser el jinete más poderoso. Tanto monta un pueblo de la América profunda como un poblado de Afganistan. Sustancialmente no varía el ser humano, varían los rituales (de vida ordinaria, de sublimación del riesgo), pero no dejan de ser rituales, varía el tipo de competición, pero no deja de ser una competición (en este caso, el Buzkashi, una variante del Polo). Incluso, pasan los siglos, pueden ser diferentes los modos de vida, pero sustancialmente el ser humano es lo que es (o lo que carece de ser): sutilmente sucinto es el contraste al inicio entre ese poblado en el que Tursen es un señor feudal (por lo que puede parecer que estamos siglos atrás) y el avión que cruza el cielo (y nos ubica en el tiempo).
En las secuencias introductorias se presenta de modo preciso a padre e hijo, el referente generacional que es a su vez representación de una comunidad, y la personalidad en formación, que aún se ve emborronada por su padre, y un modelo (de virilidad). Y se introduce también, como ruido sordo, las ideas, o emociones, de deterioro y falta (dejar de ser y no lograr ser). Los primeros planos muestran el ya trabajoso proceso de integrarse cada mañana en el mundo que debe padecer Tursen: su cuerpo ya sufre las consecuencias del deterioro de la edad. Le cuesta incorporarse de la cama (en contraste con cómo arroja con ímpetu el cubrecama), cojea, y forcejea costosamente para poder ponerse las botas. Ya no existe el fulgor de la virilidad en su esplendor. Al hijo se le presenta como espectador (aun se siente así, tras las barreras, aún no protagonista), de un combate entre camellos. Estas lides entre animales son recurrentes (hay otras entre pajaros), reflejo de esa tendencia del necio disfrute del ser humano en los combates sangrientos entre otras criaturas (entre otras especies se puede dar rienda suelta al disfrute de la finalización del combate con la muerte de uno de los contendientes,lo que siglos atrás también se aceptaba entre humanos). La mirada de Uzar es sombría, como una brasa encendida, turbia, rabiosa, amarga (contrasta con la mirada lacrimosa, compasiva, con la que Sharif definía al personaje del doctor Zhivago en la extraordinaria homónima película de David Lean).
El protagonismo del escenario tiene lugar en la competición, en la violencia ejercida en la competición, la sublimación del riesgo y el peligro (dentro de unos límites: no se espera, o desea explícitamente, la muerte o herida, pero se asume como factible, aunque sea de modo accidental): El propósito en el Buzkashi es conseguir, entre los diversos jinetes contendientes, portar el carnero muerto hasta un determinado punto señalizado. En el proceso, los caballos corren, los humanos se fustigan y golpean, en una sucesión de movimientos que no dejan de asemejar a un bucle. Carreras y golpes, esa es la noción de realización, el que más golpea, el que más resiste los fustazos y golpes, y el que más corra, conseguirá la victoria. Uzar sufre una contrariedad cuando parece estar a punto de ganar: se rompe la pierna. Esto tendrá como consecuencia la perdida de dinero para su padre (por la apuesta) y la vergüenza de no conseguir el triunfo (se queda 'fuera' incluso dentro del escenario): como contraste se evoca una competición pretérita, ganada por el padre, Tursan, no en el cerco establecido de un recinto sino a campo abierto, en la que Tursan remarca su superioridad viril encaramado sobre una edificación de techo bajo desde la que fustiga con el carnero al resto de competidores. Ya en el presente, Tursen intentará reproducir aquel alarde físico pero ya las carencias de su deterioro determinará su fracaso cuando intenta infructuosamente encaramarse con su caballo.
Por su parte, Uzar, para intentar compensar su vergüenza, y también como autopunición, opta por retornar a casa por el camino más complicado, aunque sea el más corto. Pese a que tiene un pierna rota, elige la opción más tortuosa y retorcida, la que implica superar un trayecto con variaciones extremas de temperatura, del desierto a las escarpadas montañas, entre el abrasador calor y las nieves. Su ansia de peligro y riesgo, reflejo de su actitud tortuosa (lejos de las afirmaciones del afán de superación), se acrecienta con el hecho de que intenta suscitar en su sirviente, Bhuki (Srinanda De) sus instintos más bajos, es decir, incentivarle el deseo de sustraer su caballo aprovechándose de su maltrecha condición. Por eso, acepta integrar en el viaje a una mujer, Zhera (Leigh Taylor Young), a la que ha despreciado por su condición de mujer de baja categoría a la que no puede ni tocar por esa condición, porque sabe que puede influir en Bhuki. Uzar humilla porque se siente humillado por su fracaso. Uzar no pierde la vida, pero pierde la pierna.
Esa pérdida de la pierna, esa falta, se convertirá en el reflejo del absurdo de su sentimiento de 'falta' (frente a un modelo viril), y de este mismo modelo. Esta asunción, este aprendizaje, se sedimenta cuando se contrasta la precaria desnudez de su padre, el deterioro de la vejez, y la minusvalía del hijo, ya dos representantes de la virilidad defectuosa. En la asunción de la vulnerabilidad, e incluso de la posibilidad de la falibilidad, reside la sabiduría. Tarde también intentará restituir su previa actitud soberbia y despectiva con respecto a Zhera, pero el daño ya había abierto un irreparable cerco entre ambos. Uzar optará por otro modo de vida, que implica el rechazo de un modelo vacío y absurdo (como tantas vacuas ritualizaciones sociales de triunfo entre los modelos viriles), sustentando en la vanidad y la soberbia. Uzar realizará todo un alarde en la monta del caballo ante las altas instancias del poder, para en su conclusión revelar ante todos su pierna seccionada (no deja de ser un singular corte de mangas). Abandona un escenario inconsistente, que no dejaba de ser una prisión (esa prisión de un modelo y tipo de vida que también sufren en la América profunda los personajes de 'Los temerarios del aire' o de la excelsa 'Yo vigilo el camino', 1970, en la que la sublimación del riesgo se sustituye por la sublimación del deseo). Aunque esa otra elección, la adopción de otro modo de vida (que es errante), implica ante todo una negación. La desubicación del exilio es la sabiduría de quien ya no mira la realidad como un escenario.
Georges Delerue compone una excelente banda sonora
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