sábado, 19 de diciembre de 2015
Fargo - 2ª temporada
Quizá haya una razón que explique por qué el ser humano parece tender tanto a las confrontaciones y las guerras, un por qué para esa recurrente inclinación a ejercer la violencia y el daño, como un recurso natural más que fuera inapelable y necesario. Quizá razón, por tanto, no sea la palabra adecuada. Causa, motivo, puede ser más pertinente. Al fin y al cabo hablamos de un resorte incrustado en las vísceras. Visceralidad, un mandamiento que rige tantas conductas humanas. Hay quien se pregunta si habría un modo de lograr que esa tendencia no sólo no fuera preponderante sino incluso si podría evitarse. Quizá sea cuestión de lenguaje. Quizá haya unas limitaciones en nuestros recursos del lenguaje verbal, aquel que más utilizamos de modo intencional y consciente, que dificulta el entendimiento y propicia los equívocos, las marañas de entendimiento, las divergencias que derivan en contiendas. Quizá el lenguaje visual, un lenguaje universal visual, podría ser la solución, si lograra establecerse, si consiguiéramos entender de modo inmediato la significación de los signos, si pudieran no ser malinterpretados. Se lo pregunta un personaje de la magistral segunda temporada de 'Fargo', creada por Noah Hawley. Se lo pregunta un personaje tras sufrir un socavón en su vida, la pérdida de la mujer que amaba, la pérdida de la mujer con la que había conectado como con nadie, la mujer con la que había convivido decenas de años. Se rompió esa conexión excepcional y pudo sentir la intemperie de la vida en su más descarnada acepción, y se conjugó con sus recuerdos de la experiencia de la guerra, y con la brutalidad y crueldades y violencia que había presenciado en su trabajo como policía. ¿Por qué se impone de tal manera ese resorte dañino en nuestras entrañas?
Hay una chica, una joven que comienza a dar sus pasos en la vida, que lee a cierto autor francés de nombre Albert Camus. Alguien que escribió que vivir siendo consciente de la muerte evidencia el absurdo de la vida. Por qué seguir si hay una condena ya anunciada, una clausura inevitable, aparte de que sea incierta. Alguien que escribió sobre un hombre llamado Sísifo que empujaba una y otra vez una piedra hacia lo alto de una colina, una piedra que volvía a caer, y que tenía que volver a subir, una y otra vez. Una condena. Las relaciones afectivas, las relaciones de pareja, las relaciones familiares, pueden ser una carga, o puedes verla como un privilegio pese a los dolores que te reporta. Realizas las acciones más extremas, aquellas que pensabas que no fueras capaz de realizar, incluso matar, por proteger esa parcela de tu vida que consideras el centro de la misma. Pero ¿y si el vínculo no es consistente? ¿Y si es una ilusión? No es lo mismo que la carga sea porque la mujer que amas padece una enfermedad que mina su cuerpo, un cáncer, y te sientas como quien asciende una y otra vez una piedra hasta lo alto de una colina, porque no lograrás transformar la circunstancia, que quizá descubrir que el vínculo con aquella mujer por la que has transformado radicalmente tu vida, por apoyarla en todo, quizá no esté sostenido sobre la sustancial afinidad. Quizá esa situación extrema lo ponga en evidencia.
Aunque quizá lo importante sea el gesto, el hecho de que seas capaz de exponer tu vida, de exponer a una probable demolición todo lo que estás construyendo para apuntalar la vida que se ajusta al modelo soñado, lo que realmente te defina, no lo que descubras al final del trayecto, un trayecto que te devuelve al principio, a la revelación de que tu vida realmente era una vida congelada. Era sólo carne, lo demás era ilusión, apariencia. Y mueres en el otro lado del espejo que es el mismo lado del que partías pero despojado ya del engaño de la ilusión. Él es carnicero, ella es peluquera, él vive en la más rudimentaria elementalidad de vida, esa que se constituye y apuntala en rituales, casillas, trámites. Ella quiere romper con una vida que no le satisface, quiere salir de esa casilla adjudicada, no quiere ser lo que se presupone que quiere ser, quiere ser otra, quiere salirse de la vía, y encontrar su propia sendero, vive entre portadas de revistas que se constituyen en los barrotes de su celda mental, esa ilusión que quiere convertir en realidad. Pero la vida se define por los accidentes. O o deja de estar expuesta a la posibilidad de un accidente. Los imprevistos. El tráfico de la vida no puede evitar los accidentes. Ni las infracciones. Alguien se interpone en tu camino de modo imprevisto, irrumpe en la calzada y se estrella contra el parabrisas de tu coche. Y la decisión que tomas determinará que tu vida no sea ya la misma. La decisión que tomas para que no perjudique la consecución de tu sueño será la que lo imposibilite. O esa celebridad a la que aspiras, esa ansía de ser singular, se convertirá en una celebridad no precisamente deseada. Porque te encontrarás inmersa en un escenario que no imaginabas, ese escenario de rivalidades y violencia y visceralidad que supura y dispara y acuchilla y arranca entrañas y vidas.
Una familía, la familia Gerhardt, que domina el escenario del crimen en una zona rural, entre Dakota del Norte y Minnessotta, enfrentada a una organización criminal urbana, de Kansas City que quiere adueñarse de esa zona y convertir a esa organización criminal familiar en una sucursal delegada. Y los conflictos se suceden propulsados por la maraña de los equívocos y la pulsión de dominio. Hay quienes quieren imponerse, hay quienes quieren ascender en la cadena de mando, y para unos y otros, no hay escrúpulos que valgan en el uso de los medios necesarios. Hay una máquina de matar que está cansada de vivir. Es un memorable personaje que se adueña progresivamente de la narración, en especial, en los tres excepcionales últimos episodios. Desde los márgenes del escenario se convierte en el más eficaz e influyente manipulador de la puesta en escena. Es el socavón que irrumpe en las vidas y las transforma radicalmente. Es el cáncer que mina tu cuerpo y evidencia de forma drástica que somos organismos que se deterioran y corrompen, es la violencia que estalla y elimina a cualquier ser vivo que molesta o perturbe, que impida la realización de los deseos y de las apetencias, que ultraje lo que se considere lo propio, contra la que te reveles un día ya cansado de ser oprimido o humillado o ser un mero subordinado de voluntades ajenas. No se sabe la razón que le moviliza. Se lo pregunta un narrador, que asemeja al del inicio de la sublime 'Magnolia' (1999), de Paul Thomas Anderson, en el portentoso inicio del noveno episodio. Si hay algo claro: Su mandamiento es el de 'matar o ser matado'. Es la entraña perpetuamente desfigurada del ser humano, esa de la que brota con franca naturalidad el ejercicio del daño con actos o palabras, la violencia que arrasa en las relaciones con los otros. Somos carne, materia, matanza, ilusión, apariencia, la vanidad y pulsión de dominio que colisiona con la imprevisible accidentalidad.
Hay un policía que intenta aportar en todo momento razón. Y en su caso sí es apropiado utilizar este término. Es la actitud cabal que intenta evitar conflictos y confrontaciones, que no desenfunda la violencia como un resorte. Es alguien que ha conocido la guerra en primer plano, sabe que tras las apariencias y las portadas también existen los cadáveres que se pudren y los cuerpos que sangran y se duelen y mueren. Otros viven en ese escenario ( lo viven como un escenario que ignoran que lo es) en el que la la vida alrededor tiene que inclinarse ante su voluntad y amoldarse a su deseo, plegarse a sus designios. Los cuerpos que despedazan simplemente son funciones que estorban. La realidad no dejará de ser un campo de juego en el que unos rivales disputen por la victoria de un partido y recurran a los medios que sean necesarios. Y el daño y la violencia son instrumentos efectivos para extirpar del escenario al rival. No hay más contienda. Aunque igual el destino no sea el soñado, no una mansión en la que disfrutar como un rey del poder adquirido sino un mero despacho que parece un compartimento reducido en el que gestionar esa otra violencia de imposición más intangible que tiene que ver con especulaciones financieras y labores de contabilidad para socavar las superficies legales del sistema. Otros, en cambio, seguirán buscando ese lenguaje universal que quizá logre instaurar una relación armónica entre los componentes de esta especie humana tan proclive a hacer daño. El lenguaje audiovisual, el cine, no deja de ser un intento de conseguirlo. Y series como 'Fargo', ponen su excelso grano de ingenio para lograrlo (es admirable cómo progresivamente complejiza su estructura con saltos de perspectiva y temporales). Nos siguen confrontando con el socavón de las interrogantes para que nos mantengamos despiertos. Un socavón que parece un platillo volante, para que nuestra mirada sacuda la realidad con la extrañeza que no da nada por sentado y contempla esa realidad instituida de confrontaciones y rivalidades, violencia y daño, como un absurdo atrapado en un círculo que no deja de dar vueltas sobre sí mismo. Habrá un momento en que la piedra se mantenga en lo alto. Esa es la sabiduría de la ilusión. Seguir soñando para que las tormentas no hundan a los navegantes.
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