sábado, 29 de agosto de 2015
La princesa de Montpensier
En 'La princesa de Montpensier' (2010), de Bertrand Tavernier, el conde de Chabannes (Lambert Wilson) no quiere seguir combatiendo, no quiere pertenecer a un bando u otro, no entiende que los hombres luchen y se maten por unas divergencias religiosas, como los hugonotes y los católicos, en la Guerra de religiones que duró treinta y seis años (1562-1592). No quiere ver de nuevo cómo atraviesan con una espada a un niño agarrado a su cuerpo, o hundir la propia en el cuerpo de una mujer para salvar su vida. Por eso, deserta. Es alguien culto, alguien que mira hacia las alturas para comprender en el reflejo del firmamento de las ideas la cartografía de las emociones y pulsiones, por lo que, acogido por el príncipe de Montpensier (Gregoire Leprince-Riguet), se convierte en instructor de su reciente esposa, la princesa de Montpensier (Melanie Thierry). La princesa se debate entre dos hombres, porque a pequeña escala los conflictos se corresponden con los colectivos a gran escala. Se sentía, desde niña, atraída por el duque de Guise (Gaspard Ulliel), pero pese a sus airadas protestas iniciales a su padre, infructuosas porque la mujer debía plegarse a los mandatos masculinos, de los padres, en la configuración de su destino según las alianzas maritales convenientes que establecían, se sentirá, poco a poco, atraída por el marido que le han adjudicado, el príncipe de Montpensier, aunque las reapariciones en su vida del Duque de Guise no deje de abonar confusión en sus sentimientos y deseos, como una veleta a la deriva, de comportamiento errático, sin definirse en sus sentimientos, a la inversa que las rigideces de los que se afirman en sus posiciones y combaten contra el que mantiene las contrarias.
Entre esas dos tendencias el ser humano transita a la deriva, entre desafueros e inconsistencias de actitud y conducta, como el duque de Guise y el príncipe de Montpensier establecen, cuando en su primera juventud, aún amigos, los duelos como un juego competitivo, y ya rivales amorosos, son el reflejo del ansia de infligir daño al otro, al que antes se apreciaba y quería. Entre esos desatinos, la presencia del conde de Chabannes es la figura de la templanza y la razón, de quien no deja que la contrariedad convierta sus sentimientos en despecho. Ama también a la princesa de Montpensier pero no deja que los instintos la cieguen, como al príncipe los celos, o al duque su tempestuosidad avasalladora, sino que incluso ayuda a que la princesa satisfaga sus deseos y pueda cumplir sus sueños con otro. El amor es como la fé, aporta sustancia a las esperanzas, y dota de certeza a lo que no se ve, como apostilla la princesa a la cita de las palabras de San Pablo por parte del conde de Chabannes Pero los personajes no dejan de verse zarandeados por sus instintos e impulsos, sea por una idea religiosa o por un sentimiento amoroso, y el resultado es que prevalece la violencia y la destrucción. Y quien intenta instruir, quien intenta interceder, guiado por un sentido de la justicia que no sabe de bandos sino de empatía y compasión, quien aporta razón y comprensión, se verá abocado al fracaso o la desaparición, como refleja la masacre de San Bartolomé en 1572. Aunque la princesa sí sabrá aprender que lo más preciado en su proceso maduración fueron las enseñanzas de quien además profesó una leal amistad sin nunca pretender imponer su deseo ni su voluntad.
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