martes, 7 de julio de 2015
La vida manda
Hay películas que captan el transcurso de la vida. El trayecto narrativo de 'La vida manda' (This happy breed, 1944), primera obra en solitario de David Lean, tras codirigir 'Sangre, sudor y lágrimas' (1942), con Noel Coward, autor de la obra de teatro adaptada, comienza con una mudanza y finaliza con otra. Entre medias, veinte años, el periodo entre guerras, entre 1919 y 1939. Entremedias, las modificaciones y sucesivas mudas de que está compuesta la vida. No hay trama convencional, sino una serie de episodios en la vida de una familia representativa de la clase media inglesa, compuesta por los padres, Frank (Robert Newton) y Ethel (Celia Johnson), los tres hijos, Queenie (Kay Walsh), Reg (John Blythe) y Vi (Ellen Erskine), la hermana viuda de Frank, la tía Sylvia (Alison Leggat) y la madre de Ethel, Mrs Flint (Amy Venness), ambas en permanente lidia. Se narra el periodo de tiempo que transcurre desde que se trasladan a esa casa hasta que los padres la abandonan para vivir en un pequeño piso junto a la tía. El tiempo parece que se escancia como agua. Los acontecimientos individuales se conjugan con los colectivos. La narración fluye sin sobresaltos, como si surcara superficies, y todo parece trivial como muchas otras vidas. Pero un tajo quiebra esas vidas, y también la narración rompe su puesta en escena clásica, de suaves elipsis temporales. Vi llega agitada a la casa para informar de que Reg y su esposa han fallecido en un accidente de coche. La cámara permanece en el salón vacío, desplazándose suavemente hacia la derecha. En el encuadre aparecen, desde el fondo, los padres. No hay palabras, sólo gestos desolados. Un cambio de plano, como un espasmo en las entrañas, como esa herida que nunca se cerrará, y la cámara que les encuadra se aleja como un golpe de viento, como la vida de su propio hijo. Este era el genio de un cineasta único.
En otra secuencia refleja con sutileza el sempiterno enfrentamiento entre generaciones, entre padre e hijo, ese delicado equilibrio en el que el hijo no puede estirar demasiado la cuerda para remarcar que ya es un adulto en gestación y quiere que su voluntad sea considerada, y el padre no la puede aflojar demasiado en su muestra de templada flexibilidad. Sin cambiar plano, con el incisivo uso del montaje interno, a través de los gestos y miradas de los actores dentro del plano, se relata los procesos que surcan la mente de padre e hijo. Hay quienes en la vida lo tienen claro y muestran su determinación, y hay quienes no, quienes tardan en encontrar la claridad de visión, funcionan a golpe de emoción, de temperamento, de apetencias, entre contradicciones y veleidades. Es el caso de Queenie, que no acepta esperar a Billy (John Mills), marino, hijo del vecino, incluso subrayando que no le corresponde en sentimientos, por eso rechaza su propuesta de matrimonio. Se enfrentará a sus padres, en especial a su madre, cuando desaparezca en la noche para escaparse con un hombre casado. Para años más tarde reencontrarse por azar con Billy, a miles de kilómetros, y ahora sí decidir unir sus vidas. La conmovedora secuencia del reencuentro, y de la reconciliación, con sus padres, planteada a través del relato que les hace Billy hasta culminar con la revelación de su matrimonio y de que su hija está en la casa de al lado, está a la altura del cine John Ford, la emoción que destilaba otro retrato familiar, la sublime 'Qué verde era mi valle' (1941).
Aquí hay que destacar el portentoso trabajo de Celia Johnson. En la posterior 'Breve encuentro' (1945), la primera de las grandes obras de Lean, la actriz protagoniza uno de los momentos más excelsos que ha dado el cine, el instante en que su mirada se ilumina escuchando al personaje de Trevor Howard, el instante en que se gesta, como si se diera a luz, un sentimiento, el sentimiento de ese amor excepcional que sentirá por él. La cámara se sostiene sobre su rostro, y captamos el proceso emocional que se gesta en su mirada. Nadie ha logrado captar y reflejar esa emoción, ese momento de umbral, como Lean (pocos cineastas como él han reflexionado sobre el sentimiento amoroso, en este sentido, equiparable a la complejidad de Alfred Hitchcock). En ''La vida manda' el rostro de la actriz, es el rostro de una madre, es un poema en todo momento, cada gesto fluye con una naturalidad que parece esculpida en las entrañas. El desgaste de su piel, de su mirada, es el desgaste del tiempo, de las sacudidas y heridas de la vida, como la muerte de un hijo. Por eso, sobrecoge de tal manera su expresión cuando le comunica Billy que su hija está en la casa de al lado, la hija a la que no ve desde hace diez años, la hija con la que está resentida. El padre no dice nada, simplemente sale en dirección a la otra casa. En el rostro de la madre parece que se sacuden sus cimientos, tiembla lo que se había hecho piedra y costra por las contrariedades de la vida, las decepciones y amarguras. Su mirada se duele, como si estiraran sus entrañas adormecidas, y se ilumina como una lágrima retenida que se despeja en un instante. Es un instante de muda, uno de esos instantes en los que la vida cambia el paso, y ese rostro lo refleja, de modo prodigioso, con el sutil arte de hacer carne de una emoción.
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