martes, 14 de abril de 2015
Regreso a Itaca
Hay películas que son como el ciclista que se queda rezagado del pelotón en los primeros compases, pero logra sobreponerse a medida que discurre la etapa e incluso, o al menos, en la parte final del recorrido, alcanza al grueso del pelotón. Ese es el caso de 'Regreso a Itaca' (2014), de Laurent Cantet. Hay un cierto tipo de obra, o molde dramatúrgico, que se centra en el reencuentro diez o veinte años después de los que conformaron un grupo de amigos en sus años de juventud, esos años de rampa de lanzamiento, de miradas hacia el horizonte, de proyectos y expectativas, propósitos y posicionamientos tan férreos que rozan lo intransigente o intolerante (en el sentido afirmativo que planteaba Cioran: 'Hay que ser intolerante y combativo sin tomarse de ningún dogma'). Diez o veinte años después se confrontan con lo que han sido, con lo que no pudieron ser y con lo que han dejado de ser, con la realización o no de aquello a lo que aspiraban, con las traiciones y con los desvíos de ruta, con los resentimientos, remordimientos y frustraciones, consigo mismos o incluso con los amigos que quizá no hayan vuelto a ver desde entonces. La vida se enmaraña con lo que queda en los márgenes de los asuntos pendientes, con lo que se interrumpió, o con lo que se adulteró. Al pelotón de este tipo de obra pertenece 'Regreso de Itaca'. Hay ciertos tipos de obras que se define por su condición escénica, unas porque reflexionan sobre la faceta de representación de la vida, o la condición de la realidad como escenario, caso de las tres últimas obras de Joseph L Mankiewicz o, en senderos más heterodoxos, la filmografía de Jacques Rivette. Las hay que se ajustan a la representación física teatral de la unidad de espacio y tiempo, aunque adapten una novela. Al pelotón del segundo caso pertenece 'Regreso a Itaca', adaptación de una novela de Leonardo Padura, 'La novela de mi vida', que en principio iba a ser un cortometraje de quince minutos, y cuya acción transcurre durante casi un día, hasta el amanecer del día siguiente.
La especificidad de este obra es su mirada perforadora, desentrañadora, de las inconsistencias del escenario de la realidad cubana a través de la reunión de cinco amigos, reencuentro determinado por el retorno un Ulises que ha permanecido dieciséis años ausente del país, residente en España durante ese periodo de tiempo, Amadeo (Néstor Jiménez): alguien que ha podido salir de una realidad entre la prisión y el cerco, que ha visto mundo, pero que se siente solo, como si su vida hubiera discurrido entre extraños. Durante ese tiempo ha soñado con volver pero ha temido volver, aunque algunos de sus amigos, en especial Tania (Isabel Santos), han pensado que su acción fue una fuga y una acción de cobardía y abandono de los que dejaban atrás, en especial su esposa, Ángela, que falleció a causa de un cáncer poco después de su marcha. La revelación de lo real, de sus motivaciones, no acaecerá hasta sus pasajes finales. El reencuentro, por tanto, hasta entonces, está definido por las manchas de los equívocos que se enquistaron como resentimientos. Una noche servirá para liberar esos atascos que se han dilatado en el tiempo, mientras se comparten las frustraciones de no haber sido lo que se aspiraba ser: Amadeo, escritor, Rafa (Fernando Hechavarria), pintor, Eddy (Jorge Perrugorria), periodista y escritor, quien además se convirtió en lo contrario de lo que quería ser, alguien que se dedicó a decir sí a un sistema para integrarse y así sentir que vivía aunque sacrificara sus sueños (el hombre que ha sabido gestionar la realidad desenvolviéndose entre sus pliegues, fraudes incluidos). Aldo (Pedro Julio Díaz Ferrán) se ha convertido en su opuesto, alguien que no ha dejado de ser soñar, pero que ha quedado relegado en los suburbios de la precariedad, ingeniero que tiene que malvivir cargando baterías.
Es la realidad cubana entonces, pero también ahora, la que es abierta en canal para revelar su infección. Cómo entonces podía gangrenar las ilusiones con el miedo, con la amenaza de ver su vida condenada. O cómo ahora prima la confusión, la sensación de que se navega a la deriva sin dirección cierta, aunque la superficie, como esas azoteas que se avistan desde aquella en que está reunido el quinteto, parezca la de siempre. La narración se balancea entre cierta sensación de impostura, de patrón revenido en el que se notan las junturas del engranaje, en particular en ciertas transiciones entre escenas o momentos dramáticos (esa sensación de que circula el foco de atención en cada uno por turnos), que en ciertos momentos transpira falta de naturalidad o, cuando parece ya entonarse, no logra cuajar con el necesario cuerpo dramático (por mucho que entren en juego lágrimas y gestos desesperados o crispados), y las incisivas aristas reflexivas de los cimientos dramáticos. Hay cierto tipo de obras que parecen diseñadas o configuradas, sobre todo, para ser escuchadas o leída su sustanciosa red de intenciones. Es el caso de 'Regreso a Itaca'. Hace tiempo que pasa con el cine de Cantet. Prefería el aire helado de las fisuras narrativas de su obra maestra, 'El empleo del tiempo' (2001).
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