Lost river
La vida es demolición, y la bestia en nosotros nunca morirá. Hay casas que se incendian o que son demolidas, hay pueblos que se anegan. Hay vidas que intentan evitar desplomarse, vidas que se sienten ahogar en sus reducidas cápsulas vitales. Pueblos sumergidos, vidas sumergidas. En la siniestra fábula, que fluye como versos en un sueño huérfano, Lost river (2014), estimulante opera prima de Ryan Gosling, Billy (Christina Hendricks) se encuentra ante las simas de la precariedad, adeudando tres meses del alquiler de su casa, presionada por las bestias financieras que amenazan con demoler su casa. 'Alguien tiene que comer', dice el pequeño hijo, saliendo de casa, entre la fuga y la búsqueda desesperada, en el singular primer plano de esta sorprendente obra. Su hijo mayor, Bones (Ian De Caestecker, protagonista de una estupenda serie de terror británica, The fades, también con espacios de consumo abandonados y deteriorados, que aquí se recrean), intenta sacar unos dolares, vil metal, vendiendo cobre u otros objetos de metal, despojos que encuentra entre las ruinas de edificios que abundan en un pueblo, Lost river, que parece un sumidero vital, del que huyen los pocos habitantes que quedan. Un decorado de ruinas y desapariciones. Hay un pueblo sumergido del que emergen las farolas, como huesos (el nombre del chico, Bones, significa huesos), la anciana vecina (Barbara Steele), cual espectro (la actriz protagonizó El horrible secreto del doctor Hichcock y Lo spettro, ambas de Riccardo Freda), vive cubierta de velos, vestida de negro, en la oscuridad, contemplando antiguas películas de su vida pasada, enmudecida desde que fue construido el embalse que propició que se anegara el antiguo pueblo, y durante cuya construcción falleció su esposo.
En el bosque destaca el esqueleto de las jaulas del antiguo zoo ya conquistado por el verdor indómito de las plantas y de los árboles. Y hay bestias sueltas. Está la que subraya su presencia con un megáfono, Bully (Matt Smith), el bruto que avasalla y arrasa, y que disfruta con el ejercicio de la crueldad y la destrucción y la violencia. Representa y es la pura apetencia, de incoherente discurso, porque no hay fundamento en sus desquiciados actos, la desbocada pulsión de dominio. Sólo desea someter a las otras voluntades, anular su voz, aunque sea cortando con tijeras sus labios, o descabezando con su cuchillo a las criaturas indefensas. Es la bestia más elemental. La crueldad que anida en nuestras entrañas. Hay otras bestias aún más retorcidas, son las bestias que someten con modos más sibilinos, como Dave (Ben Mendhelsson). Es el asesor financiero que parece que no escucha bien porque tiene problemas de oído, pero que realmente oye aunque no tenga intención de escuchar, porque no le interesa nada de la voluntad ajena. Los demás son presencias que aplastar, derrumbar, o de las que aprovecharse. Por eso, monta en cada pueblo en el que se establece un negocio paralelo, el reverso nocturno de sus sangrías financieras diurnas, que satisfaga y libere los impulsos violentos del ciudadano frustrado y reprimido, un local en el que se organizan espectáculos que recrean y representan acciones violentas que destaquen por su condición sanguinolenta, piel de rostros que se despellejan, mujeres que son acuchilladas repetidamente por un enmascarado para que la sangre salpique al público. Por eso, Dave facilitará un empleo en ese tugurio, pero no por hacer un favor sino como estrategia para conseguir sus favores sexuales, o para imponer, en un momento dado, esa satisfacción.
Billy y su hijo Bones deberán internarse y sumergirse en las profundidades para enfrentarse y vencer a ambas bestias. En las profundidades del lago, donde Billy cortará la cabeza de un dinosaurio que corona un museo prehistórico hundido para enfrentarse a quien corta cabezas de indefensos animales porque en su condición humana prima su parte reptil, esa que ignora cualquier mínimo resquicio de empatía (porque yace anegada en el limo de su insensibilidad), esa que aún permanece sin evolucionar desde los tiempos prehistóricos. Y en los blanquecinos y asépticos pasadizos subterráneos del local siniestro en el que se satisfacen los impulsos violentos, los deseos de infligir daño, de convertir en pulpa a la realidad y los demás, y que liberan sobre mujeres encapsuladas, casi asfixiadas en reducidas cápsulas de plástico en las que permanecen inmóviles. Victorias pasajeras las suyas, porque ambas bestias van con el equipaje humano. Se las encontrarán, una y otra vez, en esos ríos perdidos invisibles que abundan en nuestras ciudades, aunque busquen otro lugar donde residir con la ilusión de quizá no sufrir precariedades. Desde el principio de los tiempos, el reptil en nosotros es quien ha tomado el mando, y disfruta cortando mentes ajenas.
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