martes, 7 de abril de 2015
La fiesta de despedida
Muerte y eutanasia, vejez y deterioro físico son cuestiones que pueden resultar incómodas, cuestiones que pueden resultar abrumadoras y que pueden incitar a mirar hacia otro lado. Como el desnudo si se relaciona con cuerpos ya ancianos. Lo visible se convierte en un espacio que no resulta confortable, no es la pantalla que se prefiere tener de horizonte, sobre todo si es futuro. Nos confronta con el tiempo de un modo descarnado, con su implacable decurso que es deterioro. Nos confronta con la finitud, con una impotencia y un desamparo, por eso cuestiones como el aborto o la eutanasia resultan perturbadoras para quienes necesitan sentir que la vida es un continuo, no un paréntesis entre incertidumbres. En la estimulante producción israelí 'La fiesta de despedida' (Mita tova, 2014), de Tal Granit y Sharon Maymon, se mira de frente a todas estas cuestiones con una reconfortante naturalidad, y una luminosa desdramatización que no es sino la asunción de nuestra condición, de lo que somos y seremos, criaturas solas en un universo incierto pero que sí pueden contar con el apoyo y afecto en los momentos frágiles, con el apoyo y afecto de miradas que no quieran mirar al pasado o a otro lado, miradas que no nieguen la realidad del deterioro de la mente y cuerpo de quien ama, de su dolor que quizá no sea soportable y convierta ya su vida en condena y calvario.
La eutanasia no deja de ser un acto de empatía, incluso para quien quizá prefiera abandonar la vida, pero no porque sufra dolores insoportables, sino porque no quiere sufrir la progresiva degradación del deterioro físico, quien no encuentre ya incentivo en esa circunstancia dependiente, o sienta que su vida ya sea una mera espera de un final, cuestión que enlaza con otra estimable obra estrenada el año pasado, 'Miel' (2013), de Valeria Golino, en la que la protagonista realizaba servicios de eutanasia pero se resistía a hacerlo a quien se lo pedía porque no encontraba ya incentivo en la vida, no por padecer una enfermedad terminal o sufrimientos indecibles.El inicio de 'La fiesta de despedida' ya marca el tono de una mirada que más que irreverente simplemente no se anda con melindrosidades y rehuye engolamientos dogmáticos: la llamada que realiza Yehkezel (Ze'ev Revach) haciéndose pasar por Dios a una compañera de la residencia de ancianos para incentivarle sus perdidos deseos de vivir con el argumento de que no hay plazas disponibles en el Cielo. Los ancianos protagonistas se encontrarán con una circunstancia que les superará y les enfrentará a unas decisiones en el filo. La decisión de ayudar a morir a una amiga que no resiste el dolor que padece, postrada en una cama, propiciará una cadena de peticiones de aquellos que necesitan que alguien asista del mismo modo a seres queridos que padecen situación similar. Irónicamente, quien se muestra más remisa a realizar esos actos de compasión será quien se encuentre en la tesitura de necesitar que realicen ese mismo acto con ella cuando su mente comience a deteriorarse irremisiblemente.
La narrativa juega vivazmente con las elipsis, lo que constituye un reflejo de su equilibrada mirada, esa que sabe conjugar lo se debe confrontar, visibilizar, con lo que no es necesario mostrar, No rehuye mirar de frente, ni amortigua aristas, y no incurre en tremendismos ni se solaza en la desgracia. Su mirada es la de quien mira con serenidad la condición ciclica de la existencia, de la que el deterioro y la desaparición son parte consustancial. Cuestiones en las que no tiene cabida la vergüenza ni esos miedos que se esconden y cierran los ojos en mandamientos morales y pudores sociales. Por eso, esta obra es una radiante celebración que termina, de modo conciso, con una acción dolorosa, terminal, que es clausura, la vida se termina, pero parece una interrupción. La vida, y el dolor de la pérdida, continua, pero para los otros. La vida se compone también de despedidas.
Esta estimulante obra se estrena el próximo 17 de abril
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