jueves, 23 de abril de 2015
Contra el muro
“Si toman la celda, toman la galería, si toman la galería, toman el patio, si toman el patio, toman la prisión, si toman la prisión toman América. Esto es una guerra, y este es el principal frente”. Es lo que le dice Weisbad (Frederic Forrest), el jefe de guardianes de la prisión de Attica, en Nueva York, al guarda recién llegado, por tanto novato, Smith (Kyle McLachlan). Su contraplano las imágenes documentales con las que se inicia esta espléndida, y contundente, producción de la HBO, Contra el muro (Against the wall, 1994), de John Frankenheimer: Nixon bailando sonriente en una boda, las bombas cayendo en Vietnam, Malcom X irreductible en sus actitud combativa para la consecución de unos derechos para los de su raza, protestas contra la guerra de Vietnam, refriegas en las calles, violentas acciones policiales y militares de represión de manifestantes y contestatarios, o los asesinatos de Martin Luther King o Robert Kennedy. En Attica, en septiembre de 1971, se amotinaron los presos. Durante cuatro días negociaron para que les concedieran las demandas que reclamaban, relacionadas con mejoras de la atención médica, la higiene, comida o de los derechos de visita, y el cese de la brutalidad que ejercían los guardianes. Se aceptaron 28 demandas, pero no se transigió con la petición de amnistía. El gobernador, Nelson Rockefeller, se negó a acudir y el conflicto se solucionó ordenado un asalto de las fuerzas policiales que finalizó con 39 muertes, incluidos diez rehenes. Incluso, los policías, ya dentro, ajusticiaban a algunos de los presos (se dice que buscaron expresamente a uno de los principales portavoces, que fue disparado por la espalda). El acontecimiento adquirió una dimensión que transcendía la cuestión del conflicto racial (en Attica abundaban los prisioneros de raza negra). Adquirió visos de revolución social. Un guardián antes de entrar en el asalto final manifiesta con fiereza su ansia de aplastar a todos aquellos que clamaban por sus derechos. ¿Y él qué? Apostilla. Aquella prisión se convirtió en todo un emblema de las luchas por los derechos civiles, de la contestación social a la autoridad, a los poderes represores. Frankenheimer rescata con revulsiva virulencia aquella infección ambiental, y aquel espíritu de lucha, de rebelión, que fue aplastado sin compasión.
No es la única vez que su cine ha transitado el subgénero de las películas que transcurren en ambiente penitenciario: 'El hombre de Alcatraz' (1962), 'El hombre de Kiev' (1968), que también incidía en los abusos del poder, y la posterior 'Andersonville' (1996), así como las secuencias iniciales de 'Operación Reno'. Y algunas de sus obras maestras, como 'Los temerarios del aire' (1969) o 'Yo vigilo el camino' (1970), raflejan, con sombras corrosivas, un modo de vida, el convencional, que es prisión vital. La narración, guionizada por Ron Hutchinson, se inicia con la llegada de dos de las figuras más razonables en ambos lados. El preso, reincidente, Jamaal X (Samuel J Jackson), representante del activismo de la vía de Malcom X, y el nuevo guardián, Smith, a quien se presenta cortándose su melena. Aceptar ese puesto de trabajo es aceptar cortarse muchas cosas. Casado, con un hijo en camino, se pliega a esa concepción de la vida, que le expresa su tío, Ed (Tom Bowers), también guardián, de que la vida es responsabilidad. Se pliega y se adapta al orden, se convierte en otro funcionario vital, en otro esbirro, que tiene aceptar hacer lo que quizá no le guste hacer porque tiene que sobrevivir y pagar las facturas y cubrir los gastos que supone el cuidado de su hijo, aunque su mujer, Sharon (Anne Heche), muestre su disgusto porque implica degradar su integridad.
Pero la integridad parece que tiene poco espacio cuando hay que priorizar la supervivencia, y esto implica adaptación. Y aunque se sienta cuerpo extraño entre sus compañeros de trabajo, tiene que encajar en el sistema. Pero su resistencia también supera los límites durante el motín. Se convierte en cuerpo extraño, y desconcertante, para ambos bandos. No se pliega ante los presos, como si hacen los otros guardianes (le espeta a Weisbad que 'tú aceptas bien ordenes porque estás acostumbrado a mandar'), lo que provoca que los mismos guardianes le rechacen y muestren su desprecio. Incluso, ante las cámaras de televisión reconoce las injusticias del trato a los presos, para perplejidad de Jamaal X, quien le pregunta por qué lo ha hecho. El relato, descarnado, sin concesiones, culmina con un brutal asalto, con una negrura vital que recupera aquella perplejidad desesperada de Lang, en 'Furia' (1936), ante el despropósito humano. Una negrura vital que no ha decrecido treinta años después.
Los quince primeros minutos (en versión original)
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