miércoles, 18 de marzo de 2015
Pride
En 'Pride' (2014), de Matthew Warchus pugnan dos películas, la película combativa que se esfuerza en recordarnos que las direcciones pudieran haber sido otras, y no conducir necesariamente a la derrota de una sociedad conformista y precaria, y la película in vitro confeccionada en el laboratorio de los patrones dramáticos que se hicieron convención porque parece que no dejan de funcionar aunque corran el riesgo de adocenarse por desgaste de reiterada aplicación de una formula. Y 'Pride' realiza esforzados equilibrios para no precipitarse en la segunda. Hay una delicada línea que separa las obras que se forjan sobre ecos y herencias de obras pretéritas, sin que desluzca su singularidad, y las que parecen un ejercicio del empollón que tiene bien aprendidas las diversas ecuaciones. 'Pride' mira hacia atrás y recupera una aleación de comedia que funcionaba sobre los contrastes, y que se exprimió hasta la extenuación tras el éxito de 'Full monty' (1997), de Peter Cattaneo. Aunque sus raíces se encuentran en las memorables comedias de la Ealing de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, sobre todo las que se constituían sobre argamasa coral, de 'Whisky a gogó' (1949), de Alexander MacKendrick a 'Los apuros de un pequeño tren' (1952), de Charles Crichton.
En 'Full monty' combinaba las precariedades laborales, y la necesidad de superarlas, con las ironías sobre el pudor masculino con la desnudez. En 'Pride' la ecuación se compone de la conjunción de las luchas de los mineros frente a los recortes que realizó el siniestro gobierno liderado por Margaret Thatcher y las reivindicaciones de los homosexuales y de las lesbianas, con las ironías con respecto a las rígidas mentalidades tradicionales de una sociedad que aún no sólo no encajaba la homosexualidad y el lesbianismo sino que lo seguía considerando una vergüenza y una aberración. En concreto, de modo específico, también sobre esa acorazada virilidad que se siente incómoda con la masculinidad manchada con la feminidad. El baile de nuevo aparece como ejemplo de una naturalidad de la que parece desprovista esa acartonada virilidad que les hace asemejarse a entidades pétreas que tienen que remarcar con engolamiento su masculinidad. Los hombres no suelen vestir corsés, pero algunos parecen que los llevan incorporados en su actitud como mallas medievales. El baile de Jonathan (Dominic West) detona que algunos heterosexuales asuman que tiene que cambiar sus esquemas de que el baile no es cosa de hombres. Ya sólo sea por el hecho de los beneficios que pueda reportar para resultar más atractivos a las mujeres en vez de hoscos pasmarotes.
El guión utiliza como introducción un patrón reconocido: Browley (Andrew Scott), el joven de 20 años que aún no ha revelado su homosexualidad, en particular a sus padres, con los que aún vive. Por azar, a través de una manifestación, se introduce en un mundo que desconocía, y del que sí se siente parte integrante. Le gusta la fotografía, y su mirada se modificará, o encontrará, gracias a encontrar otros ángulos que no tienen que ver con los que le tienen cautivo y anulado. Es la mirada que se despliega, la mirada abierta a lo otro, la mirada que no pone impedimentos, sino que se muestra receptiva al cambio. Se une, incluso, a quienes, comandados por Mark (Ben Schnetzer), tienen más amplitud de miras en su activismo. No sólo consideran que haya que luchar por lo propio, por la reivindicación de los propios derechos, sino unir fuerzas con quienes también se enfrentan contra las aberraciones y los abusos del poder reclamando otros derechos. Por eso, Mark decide crear un grupo que denomina LGSM (Lesbians gays support miners/Homosexuales y lesbianas en apoyo de los mineros). Y esa perspectiva, que supera el escollo de la compartimentación (la dispersión de las fuerzas sociales que luchan contra la imposiciones del poder), tuvo sus frutos, ya que en 1985, se logró lo que no parecía imaginable: la conjunción de fuerzas, reflejada en una manifestación en Londres de los homosexuales y de las lesbianas que contó con el apoyo de los mineros (y que se amplió a que fueran integradas sus reivindicaciones en el 'repertorio' del Partido laboralista al año siguiente). La narración ironiza, sin desterrar tampoco lo dramático, con los escollos que hubo que superar para conseguir esa unión. Hubo que superar las reticencias de quienes no miraban a los homosexuales o a las lesbianas como otros en los que reconocerse.
El escenario de la colisión es un pequeño pueblo minero galés. Hay quienes quienes sí se muestran abiertos a esa colaboración, y se enfrentan a los reticentes. No faltan los pasajes de desaliento, de pérdida de resuello para continuar en la lucha, como los que van perfilando los logros de superación individuales, así como la cohesión de un conjunto. A veces, se perciben demasiado los engranajes, los personajes o las situaciones tipo, personajes que parecen funcionar como resortes, y situaciones que parecen cumplimentar un repertorio. A veces, hay situaciones que parecen un poco impostadas, como si se buscara un efecto, cómico o dramático, más que surgir con naturalidad. Pero también hay momentos en que el humor sí se despliega con vivaz mordacidad, e incluso la emoción, como en la secuencia, planteada con escueta eficacia, del reencuentro entre Gethin (Andrew Scott) con la madre que no veía desde hace doce años porque no aceptaba su homosexualidad. Y aunque los recursos dramáticos puedan resentirse, en ocasiones, de la sensación de deslustrado, aun bienintencionado, repertorio de obras compromiso social, también hay estribillos que no dejan de entonarse como un canto celebrativo, como un himno que no deja de recordar el sentido de una lucha. Y son treinta años los que han pasado desde entonces, un ejemplar gesto de unión y alianza que no ha tenido suficiente continuidad, por lo que las derrotas se sucedieron una tras otra. Mark murió en 1987, y no parece que quedaran muchos como él para proseguir el combate con iniciativa y determinación, o quedaron quizá demasiado dispersos. Pero la vibración de su eco se siente de modo exultante y revulsivo en esta estimulante obra que, como otras que aún mantienen esa actitud contestataria y comprometida, nos sigue recordando lo que podemos ser y hacer.
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