domingo, 1 de marzo de 2015
La sangre seca
'Ya es hora de que seáis felices' es el eslogan que acompaña la fotografía de un hombre que apunta su sien con una pistola. Es la promoción de una compañía de seguros. El hombre de la imagen es Kiguchi (Keiji Sada). Sí intentó de veras suicidar. Ahora es imagen. Su gesto poseía otro significado. Iba a ser despedido de la empresa en la que trabajaba, y no sólo él, también compañeros suyos. Fue un gesto que realizó frente a los directivos. Era un gesto que no sólo se preocupaba de él. Y si no murió fue por la intervención de otro compañero. Ahora su gesto de sacrificio por otros se convierte en apoyo promocional de una compañía que intenta conseguir que la gente pague por asegurar su vida. Como si la empresa fuera como ese hombre que antepone la felicidad de los demás sobre la suya, tanto que es capaz de quitarse la propia vida. Pero las imágenes tienen la sangre seca. Así se titula esta sombría segunda obra de Yoshishige Yoshida, 'La sangre seca' (Chi wa kawaiteru, 1960). Directamente, es un puñetazo en el vientre, de esos que te dejan sin respiración, boqueando. Sus composiciones son espesuras de negro, un negro que es emboscada, como una red que se cierne, como un telón que apaga todo rastro de luz. El paisaje humano es espectral. La idea de la promoción es de Yuki (Mari Yoshimura), No le interesa que la gente contrate seguros, quiere agitar la sociedad, cree que aún es posible. Quien no lo cree, porque no cree en la honestidad, no cree que sea posible que alguien, de veras, se preocupe por los demás, que haga gestos por los otros, por mejorar la sociedad, es el fotógrafo de prensa Harada (Shinichiro Mikami). Realiza en un vertedero fotografías de una modelo en bikini. No difiere mucho de su propia mirada. Unos hombres llegan en coche, y le golpean, arrojándole entre la basura. Está acostumbrado a revolver entre desperdicios, y sobre todo está habituado a generar desperdicios. No tiene escrúpulo alguno. Apuesta con Yuki que logrará manchar, demoler, la imagen de su protegido. Se ha convertido en todo un fenómeno social. Los niños cantan en la calle el eslogan. Se está convirtiendo en una especie de cruzado social, un gesto apesadumbrado que recuerda que hay precariedades en la sociedad.
Harada escupe su desprecio, no puede pensar que no sea un impostor. Y utiliza todo los medios posibles para destruirle, buscará algún resquicio donde se advierta la basura bajo la imagen creada, y sino la creara, provocará lo que haga falta, para dañar su imagen, utilizará a quien haga falta para conseguirlo. Yuki, por su parte, desespera porque su creación se le va de las manos. De nuevo se siente fuera de la vida, expulsada, siente que todo es ridículo y vano, y esa decepción y desesperación, esa sensación de derrota, la hace comunión con la sordidez y mezquindad: los cuerpos de Yuki y Harada se confunden en la espesura de la negrura, como si estuvieran aislados de la realidad, difusos brillos que sudan su negación, la negación de quien vuelve a perder el paso y la fuerza para seguir combatiendo, y la negación de quien no cree que haya luz alguna en el ser humano. Mientras, Kiguchi se ve atrapado en su personaje, en la notoriedad que alcanza, la enajenación le captura, de verdad piensa que todos le escuchan, que les importa lo que él dice, piensa que puede influir en la realidad, y transformarla, y mejorarla. Interviene en los mitines del partido pacifista obrero, es atacado por un nacionalista porque él no cree en la cerrazón frente a otros países. Sólo piensa en el bien de todos. No entiende que alguien quiera dañarle, en principio no pierde los estribos, no se sulfura, ni por celos ni por despecho, para perplejidad de quienes buscan que rasgue esa pantalla de templado hombre preocupado por los demás. En una realidad en la que domina la escenificación su gesto se diluye en otra extravancia de moda, un eslogan que se canta. Es una función para sacar dinero, o un actor que representa un papel. No piensan que la sangre sea húmeda. O, directamente, hay a quien no le importa que lo sea.
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