sábado, 6 de diciembre de 2014
The babadook y Ouija
'Ouija' (2014), de Stiles White es como el centro comercial del género de terror. Es la quincuagésima repetición de las mismas convenciones. Pero del mismo modo que hay quienes no se cansan de acudir cada fin de semana al mismo centro comercial como si fueran autómatas hay quienes, por lo que refleja el éxito de esta cansina producción de Michael Bay, no se cansan del mismo repertorio aunque esté reducido a su dimensión más trivial, que es lo mismo que decir que vaciado. En cambio, 'The babadook' (2013), de Jennifer Kent es como el local singular que abren en la esquina de una calle que colinda con otra, que quizás no esté la próxima vez que pases por ahí, en la que se escucha la música del lovecraftiano Erich Zann. Su enrarecida atmósfera recuerda que el cine fantástico se constituye sobre la percepción que altera nuestra concepción del mundo, y que las fábulas son los sueños que forcejean en la mente en colisión con la realidad: los límites son inciertos, como la misma naturaleza de los monstruos, y su procedencia.
1.'Ouija' se despreocupa de todo conflicto interior de los personajes. La peripecia externa es meramente un accidente que sufren unos personajes delineados con dos trazos gruesos (o ni siquiera eso, son cuerpos que de desplazan en el espacio, sobre los cuales pende sólo la incógnita de si serán aniquilados o no; eliminados de la narración o no). Son jóvenes vistos en cientos de producciones anteriores, intercambiables por cuanto carecen de singularidad reseñable. Hay una cierta relación tensa entre las dos hermanas, ya que la menor se queja de que la mayor adopte el papel protector de la madre muerta, pero no adquiere ninguna relevancia en el desarrollo dramático. Aún más remarcable porque hay una esbozada condición de reflejo siniestro en los espectros (una madre y dos hijas: una hija con la boca cosida: así se siente la menor con la mayor). Pero parece que el posible sugestivo desarrollo de esa línea narrativa fue extirpada con un expeditivo tajo (se realizaron desde hace cuatro años innumerables versiones de guiones; además, parece que, por orden de los productores, el cincuenta por ciento de lo rodado se eliminó, rodándose nuevas escenas, con la inclusión de nuevos personajes). Tal es su vulgaridad expresiva, que el repertorio de sustos recurre, incluso, con desfachatez, y más de una vez, al de la aparición de alguien tras una puerta o una esquina (por supuesto, a golpe de intensidad sonora). Si tiene alguna idea afortunada, como un cuerpo irrumpiendo desde las alturas en el vacío del encuadre, la vulgariza con un cambio de ángulo de plano. Si alguien sigue disfrutando cada fin de semana de lo que le ofrece un centro comercial, podrá disfrutar de una obra que le ofrece más de lo mismo (aunque sepa a revenido). Luego toma la correspondiente dosis de soma, y feliz.
2. 'The babbadook' es pariente cercana de 'Tenemos que hablar de Kevin' (2011) de Lynne Ramsay, con aliño de 'Repulsión' (1965), de Roman Polanski. La narración se enrosca con un malestar que se va extendiendo como ponzoña. El monstruo es la supuración de una infección, la que sufre Amelia (Essie Davis), contaminada por la incapacidad de lidiar, de soportar, la arrolladora estridencia de su pequeño hijo Samuel (Noah Wiseman). Un libro infantil con dibujos desplegables es el reflejo de lo que inversamente se repliega y contrae en su interior. El monstruo en las sombras es la proyección del que se gesta en las sombras de sus entrañas. Ser una madre puede devenir en una aterradora pesadilla en la que la criatura que nació de tus entrañas se revela como un monstruo que te convierte en cautiva que intenta gritar, pero no puede, o se contiene. Las jóvenes protagonistas de tantas películas de terror perseguidas por algún asesino en serie investido con la condición inhumana del implacable autómata (como Michael Myers o Jason) pueden gritar e intentar huir, e incluso enfrentarse a ese monstruo, pero tu hijo es criatura humana, un niño, y tu hijo. Mejor pensar que existe una criatura terrible entre las sombras que surge de un libro de cuentos, entre las esquinas en sombras y de dentro de los armarios o del sótano, o de cualquier recoveco que asemeje al laberinto de tu torturada mente.
Durante dos tercios de la narración Kent domina el arte de la infección narrativa, del malestar y de la turbiedad, como si el interior de Amelia supurara sin poder desplegarse. En los últimos veinte minutos quizá se desequilibre ese dominio sobre la ambivalencia, quizás porque es delicado lanzarse del todo al abismo cuando tienes a un niño, en un triángulo de monstruosidades, como centro de ese remolino. Kent no se resiste a recurrir a otra de las vulgares convenciones del género para salir del paso, y usa de primera víctima a la mascota de la familia. Aunque algo desafine en estos últimos pasajes, hasta entonces ha jugado con habilidad en esos territorios expresivos en los que no se sabe muy bien qué procede de la mente del personaje en conflicto o de la realidad que se nos escapa al entendimiento instituido, por cuanto delinea con perturbador ingenio cómo el accidente narrativo es reflejo y avatar del que sufre la protagonista en su interior. O sea, tenemos que hablar de este monstruo que me está consumiendo las entrañas pero resulta que es mi hijo.
Se estrena el próximo 16 de enero
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