domingo, 7 de diciembre de 2014
La chambre bleue
En La habitación azul (Le chambre bleue, 2014), de Mathieu Amalric, el enfoque es el de aquellos que mantienen la relación en las sombras, son los otros, los amantes, los que no quieren visibilizarse, para no ser sorprendidos, o quieren visibilizarse, porque quieren que su relación no sea un desvío, una carretera secundaria, un callejón sin salida o una pasajera rampa de salida. Y ese desajuste genera una fisura que abre heridas. Aún más es el enfoque de quien se encuentra en el medio de esas emociones, y se asemeja al vacío, por eso el relato, la adaptación de una obra de Georges Simenon, gira alrededor de la incógnita del quién, y esta se prolonga, sin definirse, aunque sí insinuándose, más allá de las habitaciones entre las cuales la narración se despliega a la vez que repliega, habitaciones que son corchetes, las paredes de un cepo. Por un lado, la habitación azul en la que ambos despliegan la desnudez del forcejeo de sus cuerpos, y quizás de sus emociones, quizás, porque ambas emociones, las de él, Julien (Mathieu Amalric), y las de ella, Delphine (Lea Drucker), no parece que se conjuguen en la misma frecuencia, o tengan la misma determinación para optar por la misma dirección. Y, por otro, la habitación que clausura, aunque realmente nada clausure, sólo apariencias, la sala del juzgado, la sala que aparentemente cierra lo que no ha podido cerrarse, y que encadena lo que no podía unirse.
Por eso, la narración se edifica entre los intersticios, y los desajustes, como entre las imágenes y los sonidos. A veces, la banda sonora pertenece a otra situación, o se adelanta, o se prolonga sobre otras imágenes, como los tiempos se mezclan y alternan y confunden. En ocasiones, la narración se dispara, en otras se concentra, en otras se dilata. El descentramiento se va aposentando en la narración, el desequilibrio que afecta a quien se sentía y encontraba entre dos espacios, dos relaciones, dos sentimientos, él, Julien, y su mirada se despeña.. Ya sentimos que se ha precipitado en el vacío, en un abismo de dolor y rabia, antes de que, incluso, sepamos con claridad, porque la narración se enrosca y desvía, cuál o cuáles son las víctimas. Importan, como suele ocurrir en la obra de Simenon, ante todo los contornos, difusos, porque están están hechos de flecos sueltos o hendiduras, grietas que rezuman la indefinición o inconsistencia de los personajes, la atmósfera o clima emocional, esa pérdida de centro, de música que revienta todo vínculo con una realidad que pudiera concretar cimientos firmes. Por eso, en las secuencias finales, las secuencias correspondientes al juicio, se hilvanan a través de la composición de Bach (siempre por encima de los diálogos, como también hacía en todo su desarrollo narrativo Apichatpong Weerasethakul en la sublime 'Mekong hotel', 2013). Una música acompasada a esa mirada ennegrecida de Julien, alfiler oscuro, tizón ardiente de una furia que llamea impotente en la derrota.
No importa el quién, porque importa ante todo ese extravío, esa descomposición de una vida y de una realidad en la que los contornos han sido demolidos y extraídos, y se han convertido en tajos. Hay quien rehuyó la realidad, o intentaba sortearla, a la vez que se dejaba llevar por sus embates, y quien intentaba reconducirla, corregir un pasado, construir nuevas rutas, rehacer la realidad, aunque fuera golpeándola, imponiendo su deseo y voluntad, como si fuera posible. 'La habitación azul', cuarto largometraje de Amalric supera a la anterior, y desequilibrada, Tournée (2010), un relato dividido en dos líneas, que revelaban una escisión, pero que quizá no lograban armonizarse, como sí consigue en este relato de un desequilibrio, entre los vacíos, y los tajos de fragmentos que parecen los residuos de la onda expansiva de una explosión que no se ha escuchado, porque sólo resta la percepción aturdida, ensordecida.
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