domingo, 21 de diciembre de 2014
El maniquí
Entre 'las muñecas utilizadas para mantenerse en la soledad y profundizar en ella hasta la locura y la muerte, como las novias del Nataniel de Hoffmann y el Michel de Garcia Berlanga', como señala Pilar Pedraza en su excelente 'Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial', habría que destacar el maniquí que sirve como pantalla de los anhelos y miedos afectivos o amorosos de Lundgren (Per Oscarsson) en la cautivadora producción sueca 'El maniquí' (Vaxdockan, 1962), de Arne Mattsson. Lundgren no se siente ni presencia, se siente un vacío. Ni se contabiliza entre la población. Se siente solo. Anhela sentirse querido, anhela que alguien se preocupe por él. En el plano inicial, de grisácea luz, como una difusa espesura, la cámara encuadra un edificio, una figura cerrada, y se desplaza hacia los indiferenciados transeúntes, mientras la voz de Lundgren remarca su aislamiento. Expresa cómo le repele la forma de conducirse de los que lo rodean, como si pisaran a los demás, pero reconoce su envidia. Se siente carente, no es nadie porque está sin nadie. Se siente desvinculado, una figura cerrada, un ser humano de cemento. Una figura marginal que se siente espectador de la vida de los demás. Es vigilante nocturno, alguien que vigila espacios vacíos, un fantasma que se desplaza fuera de los escenarios cuando los actores ya se han retirado. Su relación fetichista con el maniquí (Gio Petre) que roba intentará compensar esas carencias. Supone la creación y configuración de su propio escenario. Cubre un hueco, imaginar que es un cuerpo vivo hace de su soledad y ajenidad un refugio, dota de ilusión de plenitud a su aislamiento. En la relación que proyecta en su imaginación con ese maniquí pasa por diversas fases, como suele ocurrir en las relaciones sentimentales. En principio proyecta una actitud complaciente, atenta, servicial, alguien que le refrenda en todo. Si él dice que físicamente parece un gorrión o una urraca ella replica que 'parece lo que tiene que parecer'. Ella sólo aspira a quererle. Aspira a conocerle mejor, a escuchar cómo piensa, saber cómo es. Con ella, Lundgren siente que el mundo gira alrededor de él, que él es el mundo, que alguien le considera el centro de su vida. Posteriormente, se sucederán los diversos miedos.
El miedo a la asfixia afectiva: Sentir que eres tan importante para alguien puede transformarse en una trampa de arena, el abrazo que era refugio un cepo mortífero que ahoga. La demanda de atenciones, de permanente expresión de afecto, abruma y atosiga. El miedo al abandono: Se refleja en la tendencia a recluir a quien se ama. No soporta que pueda salir al mundo exterior, que los demás tengan constancia de su presencia, que otros puedan sentirse atraídos, y por tanto seducirla (como si ella careciera de voluntad). No deja de revelar su miedo de perderla, de que le abandone, pero lo demuestra con una conducta territorial de carcelero. Es su posesión preciada, en su particular vitrina, no compartida, es su prisionera. El miedo a la decepción: Temer que él pueda resultarle, cuando comience a conocerle, alguien carente de interés. Que nada tenga que aportarla. Que lo único que pueda compartir sea su soledad y vacío. La ilusión se tornaría pesadlla, lo real mostraría sus fauces siniestras y amargas tras las expectativas y anticipaciones de la fantasía. Alrededor de este juego de sombras, de las turbulencias de la imaginación que grita carencia y soledad, otros personajes que habitan esa casa, otras variantes: Las relaciones sostenidas entre las ocultaciones, la actitud despectiva y reductora con respecto al otro género (el hombre que le señala que el interés primordial de la mujer es el material, sólo valoran la posición y posesiones del hombre). Y las quemaduras, lo no explicitado, lo no revelado: la quemadura en la mejilla de la casera, Krasberg (Elsa Krawitz), quizá atraída por Lundgren, mirada interrogante, e incógnita, porque entre sombras quedan sus motivaciones e intereses, así como su pasado, el origen de esa quemadura. Lundgren padece otra quemadura que no es visible, y se va extendiendo, como las tinieblas, las sombras que van dominando las habitaciones, los encuadres. Y el naufragio acaece, porque él no puede vivir sin ella, y ella no puede morir sin él.
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