miércoles, 19 de noviembre de 2014
Deuda de honor (The homesman)
'Deuda de honor (The homesman)' (2014), de Tommy Lee Jones posee la rara cualidad, la seña de distinción, de la singularidad. Es un poema de intemperies, excentricidad con rugosidades tenebrosas, aspereza de tierra hostil, un western gótico, aunque no haya castillos ni mansiones. Sí un hotel, vacío, a la espera de la opulencia, signo de un progreso venidero que arrasará con los espacios amplios. También hay incendios, como en 'Jane Eyre' o 'Rebeca', aunque no sea una mujer, la otra mujer, la mujer trastornada (el sumidero de los deseos reprimidos, de la enajenación en un rol subordinado), la que lo causa, sino un hombre, el otro hombre, el hombre anómalo, un hombre que restituye (aunque sea en un gesto estéril por cuanto nada transforma, pero es aliento de sublevación) la humillación que sufren las mujeres, el trastorno que algunas padecen cuando se quiebra su interior, en una tierra inhóspita de hombres cerriles y arrogantes. 'Deuda de honor (The homesman)' es una película que no concluye, como una lápida que se hunde en un río. Es una obra recorrida por el arrojo de la justicia poética, como en la anterior, y estupenda, obra de Tommy Lee Jones, 'Los tres entierros de Melquiades Estrada' (2008). Adapta una novela de Glendon Swarthout que Paul Newman quiso realizar, allá por 1988, pero desistió tras dos versiones de guión. Se lo propuso la actriz Hilary Swank a Jones. Conexión inmediata. Jones supo que se ajustaba a su mirada como si aquel guión brotara de sus entrañas. Dijo: "tú eres mi chica, ojalá fuera siempre así de fácil". 'The homesman' es una anomalía en el cine de hoy que construye su propio territorio, fuera de tiempo, como si asumiera su condición de mirada exiliada, una mirada esquiva, abrupta, sin red, que mira a la desolación de frente. Hay un lirismo elusivo, que duele, como las piedrecillas que lastiman las palmas de la mano porque no se logra encontrar dónde agarrarse.
Es un extraño trayecto que parece que da rodeos, que parece que mira hacia a otro lado mientras fustiga, que rehuye las catarsis, porque opta por la distancia que sabe que no es país para viejos ni, aún menos, para mujeres: son cosas, extensiones, funciones; figuras subordinadas. Un trayecto que consolida un afecto, más allá de lo que se considera amor entre un hombre y una mujer, entre ahorcamiento que no fue y ahorcamiento que señala una impotencia, una desesperación terminal. Una mujer, Mary Bee (extraordinaria Hilary Swank), no logra encontrar un marido para lograr afianzar su granja. No resulta atractiva, y es considerada demasiado autoritaria. Su seguridad apabulla, retrae. Tres mujeres se despeñan en el trastorno, una mata a su hijo, otra pierde tres por una enfermedad. El paisaje, abierto como una herida, es intemperie, los horizontes, precipicios. Es un espacio de desolación. Pero a Mary Bee no le falta determinación. Consciente de la incapacidad, e inconsistencia, de los hombres, de los maridos, toma la decisión de trasladar a la ciudad a esas mujeres quebradas, amasijo de dolor. Son mujeres averiadas, no sirven para nada; no importa su dolor ni desesperación. Hay que repararlas, o apartarlas.
En su camino, que supondrá alrededor de un mes de ruta, Briggs (inmenso Tommy Lee Jones), un hombre que se apropió de otro hogar, y se sostiene sobre un caballo como equilibrista que intenta evitar que un mínimo movimiento propicie que penda irremisiblemente de la soga que tiene al cuello. El hombre sin raíces, el hombre errante, que se apropia de otros espacios, se convierte en apoyo y guía de unas mujeres que penden de la soga de la desolación. Para tres mujeres ya se desplazó el caballo de la cordura, y su mente pende del verbo ya mudo, despedazado, cuerpos vejados por hombres que sólo los consideraban como matriz de una descendencia, cuerpos despreciados porque no importa lo que sienten sino la función para la que deben servir. Otra, Mary Bee, pende sobre una frágil cuerda que la sostiene sobre el abismo. El hombre que no pertenece a ningún hogar se convierte en adalid de una desesperación. Incendia la mezquindad que somete a la intemperie, que desprecia a los cuerpos que necesitan atención y refugio. Un cuerpo que danza, un cuerpo que no sabe de centros. Un cuerpo que se perderá, se alejará en los territorios en los que no hay fronteras, sembrados de tumbas en sus senderos de tierra árida. No es un hogar, sino sólo una danza, pero por un instante, su incendio, su determinación, abríó un brecha en los espacios vacíos regidos por hombres huecos que no saben lo que es un hogar y que tratan a las mujeres como piedras en la intemperie.
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