lunes, 17 de noviembre de 2014
Guerra y paz
Un hombre, Pierre (Henry Fonda), porta una flor amarilla en medio de una batalla. Una figura fuera de cuadro, un desajuste en un escenario en el que los actores ocupan el espacio designado y se desplazan según las indicaciones ordenadas. Toda mirada interrogante supone un desajuste. Pierre rechaza la guerra, pero tiene que comprenderla. No puede sólo juzgarla desde la distancia. Tiene que aproximar su mirada, y su desajuste, su presencia anómala, sus tropiezos, como una mancha en un cuadro o en un uniforme, significativamente, dota de cuerpo a un escenario en el que sus figuras son uniformes que ejecutan la función encomendada. Pierre es interrogante, y por eso tropieza, porque intenta enfocar la realidad. En las secuencias iniciales de 'Guerra y paz' (1956), de King Vidor, es un joven que aún intenta contrastarse con la vida, que aún intenta perfilarla porque no puede dar nada por sentado. Es la mirada que quiere aproximarse para comprender. Porque desde las distancias puede incurrir en desenfoques. Su presentación, precisamente en una ventana, un espacio umbral entre el interior y exterior, es la de la mirada que venera, la mirada ofuscada, la mirada que admira a Napoleón. En su trayecto vital modificará su perspectiva sobre quien considera primer un modelo y después una aberración. Un trayecto del que será hermosa variante Billy Kwan en su relación con Sukarno en 'El año que vivimos peligrosamente' (1982), de Peter Weir. También le ofuscarán los modelos de virilidad, como los que representan los licenciosos, canallescos, arrogantes y superficiales oficiales Dolokhov (Helmut Dantine) y Anatole (Vittorio Gassman). Y un, también, superficial modelo de feminidad, como es el caso de la hermana de Anatole, obnubilado por las opulentas apariencias, como en el caso de ellos le fascina la opulencia de la temeraria fantarronería viril, aquella que a nada teme, como refleja la estúpida apuesta de mantenerse sobre el alfeizar de una ventana mientras se bebe toda una botella de vodka: esa chuleria viril, por parte de Dolokhov, será la que propicie la muerte del más joven de los Rostov, cuando desoiga unas ordenes para darse el gusto de atacar a un enemigo ya vencido.
En cambio, Pierre no será capaz de advertir lo que significan las sombras en la admiración en la mirada de la joven Natasha (Audrey Hepburn). Una dirección que no advierte que se queda en dirección truncada. Quizá porque la ve como otra mirada que aún se está construyendo y perfilando, una mirada familiar, doméstica y cercana, no pantalla en la distancia que sublimar o intentar comprender. Natasha también padece de ciertos desenfoques, esos que subliman ciertas gestas masculinas investidas con el porte del héroe, con el uniforme militar como fetiche. Dos figuras contrapuestas, de dos militares, serán las que la cautivaran, dos cuerpos de carácter opuesto pero que suscitarán en ella parecida emoción porque aún su mirada no supera la espesura de la sublimación, de la representación y el fetiche. Andrei es la imagen imponente de interior quebrado, aunque este ella no lo advierta, aun cautiva en las superficies de los bailes ensoñadores. Una figura errante que brega con las sombras de sus fracasos, tanto como oficial militar como esposo. Pese que para Pierre represente la certeza, la seguridad de quien parece que sabe lo que quiere y lo que es, es alguien que no deja de cuestionarse, aún más inseguro que la determinación de Pierre. Tanto que se plegará al consejo de su padre de que espere un año para corroborar si aún quiere casarse con Natacha. En ese intervalo, Natacha se dejará fascinar por las artes seductoras del inconstante y vano Anatole, o lo que es lo mismo, dejarse embelesar por la vanidad de sentirse admirada (ante un espejo se da su primer acercamiento).
Las ventanas, para ambos, Natacha y Andrei, son reflejo de ese desencuentro. La noche anterior al baile, en su ventana, Natacha comparte sus sentimientos con Sonya (May Britt), sin percatarse de que Andrei la escucha desde otra ventana en lo alto. La escena del baile se modula a través de las voces interiores de ambos, voces inseguras que especulan con lo que sueñan, temerosos de que no se hagan realidad, de que la otra voz no corresponda (de que las miradas no se encuentren y compartan mismo sentimiento). Andrei, tras saber que Natacha estuvo a punto de fugarse con Anatole, se convertirá de modo más remarcado en una sombra errante. Cuando agoniza, entreve una sombra en el umbral, una sombra que parece la muerte, pero no es sino Natacha con una capucha. El desequilibrio que se había interpuesto entre ambos como una herida se refleja en el doloroso y hermoso plano desequilibrado, tembloroso, desde la mirada de Andrei cuando entreve esa sombra en la distancia, sombra que se hará luz en la proximidad con el rostro de Natacha solicitando su perdón.
Durante el trayecto dramático y narrativo, que concluye con ambos, con la mirada firme entre las ruinas, o gestada entre las ruinas, Pierre y Natasha se confrontarán a los reflejos quebrados de sus ilusiones. Los sueños, los anhelos elevados, se verán aplastados en la nieve como los cadáveres que la guerra siembra. El paisaje es temblor encarnado de cuerpos agitados en el fragor de la decepción. La luz y el color son trazos táctiles en los que forcejea el aliento de un sentimiento pacífico que no cede, desafiante, irreductible, al vapor hostil y abrasivo de la insensatez humana convertido en afilado hielo. Ambos crecen, y de la perdida y decepción hacen siembra y mirada que sabe discernir y construir. En paralelo, la victoría rusa frente a la invasión del ejercito francés que comanda Napoleón, o la victoria de la sabiduría frente a la arrogancia y la vanidad, de ese memorable personaje, el general Kutuzov (Oskar Homolka), que, frente a la opinión de sus subordinados, aboga por la paciencia, por la estrategia que no ceda a los impulsos de la intemperancia y del orgullo, aunque duelan las derrotas puntuales que sufren. Sabe que no son los alardes los que pueden conseguir la victoria. Kutuzov cede terreno porque reflexiona, porque tiene visión de conjunto, una mirada amplia, no una mirada que conquista y penetra y domina y avasalla. Es una mirada receptiva, atenta, la mirada flexible que sabe aprender y discernir.
'Guerra y paz' (1956), de King Vidor es un excelso modelo de cómo el cine conjuga todas las artes en su más elevado refinamiento. Pictóricamente es una de las obras más bellas que ha deparado la historia del cine, tanto por su cualidad caligráfica, cortesía del gran Jack Cardiff, como por su sentido. La música, deslumbrante, no sólo la exquisita banda sonora compuesta por Nino Rota, sino por la depurada modulación narrativo, tres horas y veinte que son deslizamiento coreográfico. Y su densidad literaria, servida por la novela de Leon Tolstoi, tan compleja en sus derivaciones reflexivas sobre la relación del ser humano con sus sueños y la realidad, o cómo las aspiraciones elevadas colisionan con la áspera realidad de las pulsiones destructivas del ser humano. Aunque siempre habrá un hombre con una flor amarilla en medio de un campo de batalla.
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