sábado, 18 de octubre de 2014
Hombre marcado
Sidney Buchman, el guionista que pusiera palabras a la voz de la integridad frente a los abusos del poder en 'Caballero sin espada' (1939), de Frank Capra, en la que su protagonista no cedía la palabra en el Congreso estadounidense para mantener su oposición a al dominio de la corrupción, la connivencia entre empresarios y representantes políticos, sería desprovisto de voz en Hollywood doce años después, cuando fue incluido en la lista negra por negarse a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas. En este caso, su silencio fue elocuente, e igualmente disidente. No quiso hablar, no quiso proporcionar nombres de los que eran perseguidos por ser sospechosos de apoyar el ideario comunista. Buchman se convirtió en un hombre marcado. Desde 1951 no se le permitió trabajar en ninguna producción estadounidense. Alguien que había llegado a ser, a principios de los 40, la mano derecha de Harry Cohn, el presidente de la Columbia, guionista de éxito con títulos por sus colaboraciones en 'Vivir para gozar' (1938), de George Cukor o 'El asunto del día' (1942), de George Stevens, y ganador de un Oscar por ' El difunto protesta' (1941), de Alexander Hall, se había quedado al margen, estigmatizado. Por eso, parece un acto de justicia poética que, tras que la Fox desafiara a la lista negra en 1960, y le ofreciera trabajar en su delegación europea, su primera colaboración fuera en una producción británico-germana titulada 'The mark' (La lacra o mancha), aquí 'Hombre marcado' (The mark, 1961), de Guy Green, en la que adaptó, junto a Stanley Mann, una novela de Charles E Israel. Quien sufre el estigma es Fuller (Stuart Whitman, en un papel que Richard Burton rechazó por compromisos teatrales). Es alguien que retorna al mundo, porque había sido apartado. Vuelve de cumplir una condena por pederastia, e intenta integrarse en la sociedad a la vez que demostrar, y demostrarse, que ya es capaz de superar esos impulsos, en lo que resulta fundamental la ayuda y guía de un psicólogo, McNally (Rod Steiger), quien ha recomendado su liberación tras observar sus progresos, su voluntad de enfrentarse a su conflicto interior.
Hay otros que también confían en él, como Clive (Donald Wolfit), el empresario que le ofrece un empleo en su empresa. Fuller no es su verdadero nombre, sino Fontaine. El cambio de nombre, de identidad, es necesario para dejar el pasado atrás, el estigma, la lacra que emborronaría, mancharía, la percepción de los demás, y por tanto, podría imposibilitarle reintegrarse en la sociedad, ser visto como cualquier otro. Incluso, inicia una relación sentimental con una compañera de trabajo, Ruth (Maria Schell), madre de una niña cuya edad es parecida a la de aquella niña que secuestró, por lo que se convierte en todo un desafío que corrobore que ya no es aquel sino otro. Precisamente, una fotografía con la niña, acompañada de un artículo que desvela su pasado, o más bien que le condena sin paliativos como una amenaza aún factible, le arroja a la intemperie del recelo y del rechazo. Será el psicólogo aquel que logra insuflarle la fuerza necesaria para que no ceda y en cambio sí persista en su decisión de solicitar un nuevo internamiento, como si fuera ya el único refugio que le quedara frente a una sociedad que no parece dispuesta a darle una oportunidad, a acogerle. Aunque siempre hay, afortunadamente, excepciones que saben mirar y comprender. Aspecto en el que también incidirá otra notable obra posterior, 'El leñador' (2004), de Nicole Kassell.
Green parecía un director adecuado, si se considera que acababa de realizar otra obra incómoda, o centrada en un personaje incómodo, por cuanto desafía al espectador a empatizar con alguien con el que le cuesta identificarse. En 'Amargo silencio' (1960), centrada en un esquirol, una figura entre dos frentes, había demostrado saber delinear una mirada precisa, sobria, en unos territorios en los que podría ser fácil incurrir en tremendismos o maniqueismos. Con un impecable sentido del encuadre, en formato panorámico, sabe desenvolverse en una zona de sombras en las que no hay cabida para los apresurados juicios. Extrae de Whitman probablemente su interpretación más matizada, y sabe jugar con su rocosa imagen viril, en la que no parece advertirse fisuras, con la que sagazmente también jugó, en otra dirección, Cy Enfield en 'Las arenas del Kalahari' (1965). Green logra ese justo equilibrio de quien mira de frente a su personaje, a su conflicto, a sus temores y vacilaciones, a sus anhelos de poder vivir una vida normal y de desprenderse de esa infección emocional que le llevó en el pasado a secuestrar una niña, aunque no culminara en abuso, un incendio interior con el que forcejeaba, y que, gracias a la confianza de otros, persevera en la consecución de una victoria sobre esas turbadoras llamas. Aunque otro obstáculo más grande deberá derrotar, el de los incendios de las inclementes miradas ciegas que sólo saben ver en él su pasado en vez de saber mirar su presente, porque no saben advertir esa mirada que no desea ser perseguida ni señalada porque ya ha logrado apagar el incendio interior que le perseguía.
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