viernes, 15 de agosto de 2014
La mosquitera
'La mosquitera' (2010), de Agustí Vila no es una película austríaca. Ni tampoco griega. Pero en ciertos aspectos lo parece. Podríamos estar en un decorado con una iluminación como ciertas películas de Haneke, o de Seidl, y en cualquier esquina no sería de extrañar ver aparecer alguna figura reptante que tira crucifijos al suelo, o darse la circunstancia imprevista, esas que desencajan tu rutina y te incitan a postrarte en la cama como si así te sintieras a salvo, de que una persona desconocida ha dejado una cinta de video con imágenes grabadas de la fachada de tu casa.También podríamos estar en una realidad que es jaula, da igual si estamos en un exterior o en un interior, porque en ninguno da la sensación de que se pueda salir, como en las obras de Lanthimos o en 'Attenberg' de Athina Rachel Tsangari. Quizá porque no haya ya fronteras. Quizá por la sensación de que la realidad se desmorona, y de que sufrimos un asedio porque nos hemos ensimismado en tal grado que ya nuestra cabeza es la del avestruz desconcertado que no encuentra ya ni el agujero, es ya una sensación propagada más allá de identidades nacionales y lenguas. Hay una estructura de realidad que se cae a pedazos. No hubiera sido extraño encontrarse con que los personajes de 'La mosquitera' realizan, súbitamente, coreografías de movimientos y gestos de animalidad expansiva. Porque estamos en el territorio de la distorsión. La realidad toca a la puerta y no se la quiere dejar pasar. Animales no faltan. No dejan de ser reflejos de lo que los humanos nos resuelven. Constancia de que su inteligencia no parece que sirva mucho si tienden tanto a ir a la deriva o quedarse al pairo o meramente atropellar a los que les rodean. Se enumera los animales que hay en casa, aunque haya dudas de cuántos había el día anterior, si hay los mismos, o quizá se sabe pero se prefiere no concretar, quizá porque hay diferencias que no logran resolver la pareja que forman Alicia (Emma Suarez) y Miquel (Eduard Fernandez). Es el comienzo de la película pero transmite ya la sensación de que el fin abrió ya brecha en ese hogar que hace aguas por todos los frentes.
Ella quiere más perros, o más gatos, o más animales, más sensación de protección, y de que ellos mismos protegen, controlan, de que la realidad no se escurre entre los dedos ni los aplasta. El quiere menos, quizá porque tiene la presunción de que la realidad lleva la misma camisa todos los días, como parece que la lleva él aunque varíe de color, aunque lo que no parece es que lo tenga más claro que sus padres, Robert (Fermi Reixach) y María (Geraldine Chaplin), los cuáles no dudan en intentan suicidarse, aunque se olviden del crucial detalle de no cerrar la ventana abierta tras abrir la llave del gas. También la deja abierta Miquel, y se da la circunstancia de que uno de los gatos se cae. Una ventana abierta puede deparar accidentes o salvarte la vida. Son las incertidumbres de la vida. Quizá también se pueda decir que es la aleatoriedad la que prima. Pero no se puede encajonar la realidad, como si se fuera un ángel exterminador. La realidad se fuga, se rebela, se desmanda y hasta se desboca.
La realidad no es una chica colombiana, Ana (Martina Garcia) de vida precaria, lejos de la seguridad material en la que parece ya haberse apuntalado la vida, por llamarla de alguna manera, de Miquel. A la vez le atrae, como si fuera una fisura que colorea cual ornamento su vida demasiado apoltronada. Una ventana abierta, quizá para darle aire. Necesita reventar ese espacio interior ya revenido, y quizá aquella chica represente una ilusión de fuga. Algo que va más allá del deseo. Sientes que puedes ayudar, que influyes en la realidad, y esta le anima. Es como entrar en un túnel de lavados de coche. Por eso, será ahí cuando ella ya salga de su vida, corriendo, resbalando, huyendo. Porque ha sido un juguete pasajero en esa realidad en la que Miquel vive que ya parece sólo constituida por reflejos. Quizá por eso sus maneras sean torpes, como quien intenta acceder a una vitrina. En una sala de múltiples espejos de una feria es donde él recuerda cuál es su casilla, ese hogar de donde le echaron, o donde ambos buscaron, como también María con un amigo de su hijo, unas provisionales fugas. Pero fue una explosión, o animación, pasajera, una fisura que se puede disimular con una capa de pintura. Unas coreografías torpes, como si recordaran que también son animales, no seres atrapados en una jaula rodeados de animales que les recuerdan lo que ya no vibra en su encorsetada vida. No quita para que haya otros intentos de suicidio, y otros pasajeros estallidos.
Porque la narración asemeja a la metralla de una explosión ralentizada. Y su atmósfera tiene el extrañamiento que transpira (aunque sea aire retenido) la frase del padre, cuando dice que le resulta extraño cómo se puede querer. Quizá por eso su esposa no emite palabra alguna, aunque su boca a veces se abra como un gesto que dota de contorno a un vacío. Quizá por eso a veces él hable como un ventrílocuo, sin mover la boca, porque viven una vida paralizada que ya no siente voz propia, sólo el gas de la nada. Quizá por eso la hermana de Maria, Raquel (Ana Ycolbazeta) convierte la educación a su pequeña hija en una sesión continua de torturas, en las que el daño y el castigo siempre parecen prevalecer, sea de modo inconsciente o consciente, porque las fronteras son difusas, porque los personaje son saben, y se extrañan. Lo que sí tienen claro es que si llaman a la puerta, no abrirán, no sea que entra la consciencia de la realidad. Mejor guarecerse en esa mosquitera invisible que como buena cámara presurizada evita al menos escuchar los zumbidos molestos. No sea que tomen consciencia de que el zumbido surge de ellos mismos.
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