lunes, 23 de junio de 2014
Thomas l'imposteur
La princesa Clemence des Bormes (Emmanuelle Riva) necesita sentirse protagonista, centro, del escenario. Así vive la vida, como un escenario. Y no diferencia entre un baile y la guerra, como no deja de remarcárselo el periodista Pasquel Duport (Jean Servais), uno de sus pretendientes, o aquel al que, con su falta de tacto, o con la inconsciencia de quien es ante todo criatura escénica, califica como el menos desagradable de sus pretendientes (pestañea cuando se lo señala, pero no alza la mirada ni lo contrarresta con la vaselina de algún halago compensatorio). Pasquel no deja de cuestionar su inconsciencia, la de quien piensa que al final de toda batalla o de una guerra todos se levantan como actores que han representado un papel. Si ahora el drama que se representa es la guerra, ella tiene que estar en el centro del escenario, por eso opta por dirigir un convoy de ambulancias. Son buenas sus intenciones, pero no están exentas de cierta vanidad, la de quien se siente ángel salvador de los heridos. Aunque comenzará a pestañear de otro modo cuando el escenario comienza a estar dominado por soldados con cuerpos mutilados, cadáveres de niños entre ruinas, o un caballo al galope cuyas crines arden. 'Thomas, el impostor' (Thomas l'imposteur, 1964), de Georges Franju, adapta una obra escrita por Jean Cocteau en 1923. Una obra inspirada en sus experiencias en la primera guerra mundial, cuando consiguió, gracias a su madre, que no le consideraran válido para el servicio activo, pero, por el prurito de no perderse el gran acontecimiento, pugnó por no quedarse fuera del escenario, aunque fuera desde la ilusión de espectador desde las barreras que representaba el ser parte integrante de un convoy de la cruz roja. La princesa estaba inspirada en Misia Sert, y hay algo de él en el joven Thomas Fontenoy (Fabrice Roleau).
Alguien, en principio, que parece representar esa pantalla de aventura e ilusión que supone la guerra para la princesa, ya que es aquel a través de quien, por su apellido, por ser nieto de un héroe militar, consigue los permisos y los accesos necesarios. Se convierte en contraseña mágica. Pero la pantalla, y, a la vez, intermediario hacia la pantalla, es también otro actor inconsciente. Porque se revela como alguien que tampoco distingue entre realidad y ficción, un niño de dieciséis años que se cree ese papel que le facilita acceder al centro del escenario, ser el personaje que soñaba con ser. No engaña conscientemente a nadie, metido en la piel de su personaje. Máscara y carne se funden. A sí mismo, es al primero que engaña. Tan integrado en su interpretación que se resiste, en principio, al amor que le profesa la adolescente hija de la princesa, Henriette (Sophie Dares), porque considera que entra en fricción con el personaje que ha confeccionado, como si fuera un giro de guión incoherente. Porque aún es ese niño que aún sufre berrinches, y espera que su tía resuelva sus contrariedades, o al que aún no es suficiente, como acontecimiento escénico, la experiencia con el convoy de ambulancia. Para la princesa, alguien que se cambiaba de atuendo, el uniforme de enfermera por sus galas de aristócrata, como quien cambia de vestuario según la obra que representa, el contacto con el horror, el despedazamiento y las ruinas, propicia que desista de su propósito porque, primero, sentirá que se siente fuera de lugar (ya que no puede sentirse protagonista en un escenario que no controla, y en el que puede convertirse en otro cuerpo más convertido en ruina), y, después, le abrumará la angustía ya sólo con la visión de unas desoladoras trincheras.
En cambio, Thomas, que realmente se llama Guillaume, necesita ser protagonista de la contienda, si siente que puede influir en los acontecimientos. En este último tercio, que resulta desconcertante porque parece más deslavazada o deshilachada la narración, (aunque, por otro lado, resulta coherente), elíptica, o abrúptamente elíptica con las situaciones que parecen más relevantes, y dando más espacio narrativo a secuencias menos transcendentes (la representación teatral en el frente), Thomas/Guillaume se enfrentará al vacío de la inacción, de la espera, el reverso del acontecimiento (espacializado en esas trincheras en la costa, frente al mar, algunas incluso en su orilla, en donde los soldados se mantienen en sus puestos aunque el agua anegue las trincheras), o el doloroso absurdo (el momento en que por un juego tonto con una linterna, fallece uno de sus compañeros, cuyo apodo, significativamente, era muerte súbita, debido a la irresponsable broma de quien apodan Fantomas). En este último tercio se destierra el climax dramático, como si ya se hubiera alcanzado a mitad de recorrido narrativo en la sobrecogedora secuencia de la batalla de la destrucción de un pueblo de la que son testigos la princesa y Thomas/Guillaume. Como si el escenario, esa ilusión en la que viven ambos, se fuera deshilvanando, y así el mismo relato, surcado, o agrietado, por unas heridas cuyo nexo son las lúcidas frases de Cocteau que puntuan la narración a través de la voz en off de Jean Maraís, quien fue el gran amor del escritor. Y así su final es brusco, cortante, como el impacto de una bala que cercena la vida, como el vacío que queda cuando desaparecen los cuerpos que soñaron.
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