miércoles, 14 de mayo de 2014
Dom Hemingway
Quizá piensas que tu vida se rige por un código que dota de sentido incluso a tus sacrificios y padecimientos. Te afirmas en un diseño de vida, porque acuña tu identidad, en unos modelos de conducta que adoptas como si permitieras que un maquillador caracterizara tu mente porque piensas que son los trazos que posibilitan la imagen que deseas proyectar. Eres como se supone que tienes que ser para tener tu posición en un escenario de vida. Quizá descubras con el tiempo que ese diseño de vida tiene algo de prisión aunque no lo parezca. En la primera secuencia de 'Dom Hemingway' (2013), de Richard Shepard, el protagonista, Dom (Lude Law), en un dilatado plano en el que le vemos encuadrado, con el torso desnudo, hasta su vientre, escupe, a veces literalmente, una ristra de alabanzas a su pene mientras se contorsiona de tal modo que pareciera que le están torturando, impresión a la que ayuda que tenga sus dos brazos en alto, a cada lado, como si estuviera encadenado. Hasta que un cambio de plano nos revela que se la estaban mamando. Se la estaba mamando un compañero de prisión en unos sórdidos baños. Dom apostilla que doce años son muy largos, una forma de justificar que se la haya mamado un hombre. Al fin y al cabo, Dom justifica por un ideal trascendente, un código de honor, el tragarse doce años de cárcel.
También queda definido Dom, con su 'oración poética' sobre su pene, como un creyente practicante de unos patrones de virilidad, expuestos en la agresividad, esa que despliega posteriormente, cuando golpea sin piedad, al hombre que es actual pareja de la esposa de la que se divorció: le parece una traición, aunque hace tiempo que ya no tenía ninguna relación con quien fue su esposa, lo que ya refleja el absurdo de esos códigos a los que se ajusta Dom, o su desajuste, valga la paradoja. Ese plano introductorio también refleja cómo confunde el sufrimiento con el placer. Ese masoquismo de quien acepta absurdos sacrificios que implican perder doce años de su vida, en vez de sólo dos o tres si hubiera dado nombres. Años perdidos que han implicado perderse el crecimiento de su hija, ya madre, Evelyn (Emilia Clarke), o no estar presente cuando su esposa murió a causa de un cancer. Dom ha aceptado, cual mártir, unos padecimientos, porque para su enajenado concepto de virilidad suponían toda una afirmación. Se sentía alguien, cuando no ha dejado de desperdiciar su vida, mientras otros se aprovechaban de la sacralización de su autoengaño, porque, como le señalan, los delincuentes no tienen códigos. Engañan siempre que pueden para conseguir ventaja. Esa es la manera, además, de conseguir la posición de poder. Esa, y conseguir que otros piensen que se dignifican sacrificándose por sus jefes.
'Dom Hemingway', en principio, puede parecer que transitara los senderos de cierto thriller inglés que abunda en lo grotesco, con desquiciadas o delirantes salidas de tono (como ese plano en el que todos vuelan en ralentí tras la colisión de los coches), más artificiosos o estilizados que realistas. Y en parte sí, aunque hay algo que consigue que se distancie de las comedias gangsteriles que realizó Guy Ritchie, o de la reciente 'Filth' (2013), de Jon S Bird. Progresivamente, despoja al personaje de esa máscara que Dom adoptó desde que se convirtió en un personaje, el ladrón que se ajusta a unos códigos de actuación, es decir, el modo en que se ve o quiere verse a sí mismo, un chuleta jactancioso y vocinglero que piensa que en la vida hay que ladrar fuerte (aunque ahora, al salir de la cárcel, ladre porque quiere la recompensa por su sacrificio, lo que merece por subordinar su vida a la de otros), para ir desvelando o evidenciando su condición patética, un pobre hombre que no ha dejado de engañarse, y que tarde empieza a asumir que su vida carga más derrotas que triunfos (revelador que, como contraste con la primera secuencia, adquiera relevancia la desnudez, pero con un sentido inverso: cuando sale desnudo de la villa de su jefe tras haberle lanzado una ristra de desprecios, reflejo de su amargura y frustración).
Sus consuelos no eran para nada las mamadas gloriosas que anhelaba sino las que ha tenido que aceptar para seguir pensando que cumplía con su deber (o función, como aplicado esbirro), que se realizaba, en suma, con un código de honor, y así alcanzaba la condición de leyenda (como si su encarcelamiento hubiera sido una gesta), cuando no estaba sino cautivo en una prisión no manifiesta en la que le estaban, y se estaba, privando de su vida. Su prisión eran esos códigos, esa estructuración o diseño de vida. No es ya que 'cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir', sino que hay que saber con claridad si lo que más deseas es lo que más vale la pena desear. Quizá así luego, con el tiempo, no te quejes de lo que has desperdiciado, del daño que has realizado cuando no dejabas de ladrar al vacío. Quizá, no demasiado tarde, te percates de lo que realmente vale la pena desear. Y eso implica mirar algo más alrededor, a los demás, en vez de esperar otra mamada, aunque sea una que te repele, pero que aguantabas porque estaba en el contrato de un capcioso código. Y nunca es tarde para romper contrato y cambiar de escenario de vida.
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