jueves, 15 de mayo de 2014
10.000 km
Las distancias físicas quizá revelen las distancias larvadas, o aún no advertidas, en una relación. Quizá la proximidad de los poros impedía discernir ciertas distancias al acecho. Las distancias son separación, pero también pueden ser alejamiento, como los cuerpos que pierden contacto con la nave y se pierden en el espacio sideral. En la reciente 'The lunchbox' (2013) de Ritesh Batra, se teje una proximidad en la distancia, entre epístolas se gesta el cuerpo de una conexión entre dos desconocidos. Los hilos de lo posible son palabras que forjan umbrales en los que se converge. En '10.000 KM' (2014), de Carlos Marques-Marcet, se deshilacha una conexión cuando la proximidad del hábito cotidiano, la convivencia, se transforma en distancia, en desubicación y recelo, y finalmente, aturdimiento y extrañeza. El recorrido de la narración parte de unos cuerpos inmersos en lo que parece una fusión, en pleno acto sexual, y finaliza con otro encuentro sexual impregnado de los quistes sebaceos de un enrarecimiento. Tras meses sin verse, su acto sexual más bien parece el de dos organismos en colisión. Su coito es el espasmo de dos cuerpos cuya intimidad parece que se ha extraviado, dos cuerpos que intentaran recuperar aquella conexión en la que parecían fusionados. Pero ahora parecen fundidos. Como si se hubiera saltado la luz porque se han fundido los plomos. La distancia parece haberles convertido en extraños en el espacio sideral, y la nave no parece visible en la distancia.
'10000 km' se construye a través de una planificación que recurre a las cámaras de los ordenadores, y cuando no, remeda la fijeza de esos encuadres, en planos de larga duración, como si fueran celdas, peceras, en la que se desenvuelven las dos criaturas humanas que protagonizan esta narración de un big bang revertido. Al mismo tiempo, esa elección estilística incide en esa distancia de los medios virtuales, pantallas en las que se buscan las proximidades que resuelvan nuestras soledades y desvinculaciones en el espacio físico denominado real. Es el espacio que materializa o hace extenso el espacio mental de nuestras proyecciones (y el modo en que preferimos presentarnos, la imagen que preferimos proyectar). Más allá hay un fuera de campo, el de lo posible, que puede ser luz, o sea cuerpo, conexión, flujo, o abismo, o sea, interferencia, cortocircuito, ruido semántico.
A Alex (Natalia Tena) le ofrecen una beca en Los Ángeles, y la fusión que parece sentir con el otro cuerpo, el de Sergi (David Verdaguer) empieza a resentirse. Las expresiones empiezan a sentir el paso cambiado. Los proyectos, los planes, se trastocan. Es una pausa, un año de separación, un año de distancia, que no debería implicar alejamiento, ni cancelación de un proyecto de vida conjunta. Si hay firmeza en el vínculo, no se tienen que temer los fuera de campos, lo que el otro u otra hará cuando no esté visible, en la distancia, como si se temiera que fuera más vulnerable a descentrar su mirada, a dispersarla, en otros focos, en otros cuerpos. El vínculo es una pantalla, y cuando esta se apaga, desaparece aquel cuerpo, no hay siquiera fusión de poros. Las oscuridades comienzan a brotar, emergen las compulsiones de control, se evidencia, como un tumor, quién necesita dominar el escenario. Quién no sabe lidiar con las mechas que encienden los fantasmas de la inseguridad. Quién no soporta no sentir un cuerpo a su lado, aunque sea meramente un cuerpo, porque hay quien no sobrelleva bien la soledad, quién necesita las periódicas descargas energéticas con otros cuerpos. Quien no soporta la fractura del hábito, de la costumbre. Quien no soporta que la realidad no se ajuste a cómo uno le gustaría programarla.
Por eso, hay a quien resulta más difícil encajar que la materialización de los proyectos de la persona que ama ponga distancias porque sus senderos son otros, porque, en suma, no se pliegan a los propios. Sergi opta por seguir con su trabajo de profesor en vez de acompañar a Alex, porque quizá después al retornar no encuentre de nuevo trabajo, dada la crisis actual, y hasta les cueste encontrar un piso. Toma una decisión, acepta unas consecuencias, pero luego no sabe encajarlas. Una cosa es que deduzca, a través de esa célebre red social, también maraña, que quizá ella haya encontrado otro foco de atención, aunque igual sea meramente pasajero, y otra es que su frustración se convierta en pronta reacción y en un polvo que es más despecho que entusiasmo. Que no veamos el cuerpo de esa mujer es significativo, sólo apreciamos su gesto aturdido, su mirada encorvada, resacosa, incorporándose de la cama como quien arrastra cadenas y muros, quizás los que él mismo esta construyendo sin darse cuenta. Que no veamos si sus sospechas son ciertas o no, también es significativo.
La distancia ha abierto brechas, se ha convertido en reproches, en tsunamis de resentimientos, porque la realidad, o los deseos de quien presuntamente amas, no se ajusta al guión de tu pantalla mental. Y las decisiones que realizaste porque estabas convencido de que eran las más sensatas, al fin y al cabo escondían un orgullo herido (el hecho de que ella considere una opción que te hace sentir personaje secundario y no el dramaturgo que define la relación: aspecto evidenciado en su forma de instruir y guiar a Alex, en la distancia, en el arte culinario). Sus decisiones, su determinación de buscar una proximidad, de realizar las reparaciones de una avería, ya será demasiada tardía, cuando se ha inoculado ya un virus, una contaminación ambiental, que se evidencia en ese reencuentro final en el que parecen dos extraños, dos heridos de una conflagración que no saben ni cómo tocarse o hablarse. Y cuando lo hacen parecen dos primates que siguen el espasmo del celo. Han pasado cinco meses, pero parece que han pasado décadas, y parece que el pasado compartido hubiera quedado anegado en unas catacumbas. Están juntos pero están ya muy lejos. Son dos cáscaras de cuerpos. Se percibe un chisporroteo, olor a quemado. Parece que se ha perdido la conexión. Quizás. ¿Houston, me escuchas?
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