miércoles, 2 de abril de 2014
La imagen perdida
La imagen perdida, desaparecida, es la imagen que se descubre cuando se inventa. Es la mirada sublevada. O es en lo que se transforma. La mirada que se interroga por qué los jemeres rojos hacían fotografías de las ejecuciones que realizaban. ¿Como parte del informe, del trámite, que tenían que cumplir? ¿Las muertes, las ejecuciones, eran trámites para ellos? Si esa es la imagen perdida, desaparecida, la voz narradora, la voz que representa a quien padeció aquel horror, no quiere recuperarla. Prefiere la imagen de uno de los rostros de aquellos cientos mujeres que miraban con expresión desafiante a sus opresores y torturadores, uno de aquellos cientos de rostros que fueron convertidos en fotografía identificatoria, la identificación de otra prisionera en uno de sus campos de trabajo. 'La imagen perdida' (la image manquante, 2013), de Rithy Pant es poesía de sublevación, una poesía que sangra, poesía que es resistencia, poesía que es memoria que no desfallece, porque sabe qué pronto el olvido entierra las aberraciones que es capaz de cometer el ser humano. Alain Resnais nos abofeteó con 'Noche y niebla' (1958). Pero no hubo respuesta. Rithy Panh lo vuelve a intentar, y con un prodigio igual de sublime.
En Camboya, como consecuencia de una situación de injusticia y desigualdad, y masivos bombardeos estadounidenses, se produjo un levantamiento. Inspirados por el comunismo chino, los jemeres rojos, liderados por Pol pot, instituyeron una nueva realidad, uniformada (gorra, fular al cuello, mismos colores de atuendos), una realidad en la que lo importante era el colectivo. El individuo desapareció. La realidad, la sociedad camboyana, se convirtió en una fábrica de arrozales rodeados de muros de cemento. Todo aquel que no comulgaba con las ideas, que se oponía, era destinado a un campo de trabajo (de concentración), para reeducarle y reconvertirlo en uno de los suyos, en otro de aquellos o aquellas que portaban aquel uniforme que hacia de la sensibilidad y el juicio costra y filo. Sino, se convertían en fertilizante para el arroz Se incentivó la delación. Un hijo de nueve años denunció a su madre por coger unas frutas. Acompañaron a su madre la bosque. No volvió a saberse de ella. Cuerpos despreciados, maltratados, ultrajados, por la tortura, o por la hambruna.
La voz narradora se pregunta si los jemeres rojos lo sabían, si podían haber hecho algo por evitarlo. Quizás preguntas que se realizan para no afrontar la consciencia de un horror que supura, la indiferencia por el dolor y el daño de quienes se convierten en representaciones. Hay quienes aceptaron resignados su circunstancia, como si fuera un destino que había que aceptarse. En vez de ver la causa: La ideología mata. Pol pot, el lider de los jemeres rojos, hizo uso del poder del cine. La verdad, la realidad, era lo que mostraba a través de sus imágenes propagándisticas, lo eran sus slogans, no había nada más allá. La voz se pregunta qué hubieran pensado los que en Francia admiraban sus slogans si hubieran conocido el reverso de esas imágenes, ese paisaje de sufrimiento y torturas. La realidad era el cine, lo que las imágenes proyectaban, la realidad que Pol Pot y sus acólitos crearon. Adaptó la naturaleza, la realidad, a su deseo y voluntad. Hay quien grabó lo que se realizaba en aquellos campos. Al de tiempo, sería ejecutado. La voz evoca cómo morían los niños, pero no quiere recuperar aquella imagen, sino la imagen de lo que fueron, antes de que sus cuerpos se degradaran, antes de que la malnutrición les llevara a la muerte.
Las imágenes de lo que no quiería visibilizarse, lo real, los campos de trabajo, se contrastan con las recreaciones realizadas con figuras de arcilla. Del barro provenimos, barro somos. En barro asfixiamos a otros. La ideología mata porque convierte a los que no piensan igual en meras figuras de arcilla. No sufren, por eso se les puede torturar o sumir en las más míseras y degradantes condiciones de vida. Para ellos no se diferencian de la tierra, del barro, que cavan. El narrador es la voz de la memoria, la voz que recrea la voz de un superviviente, el propio cineasta, Rithy Panh, que vio cómo fallecían sus padres por malnutrición, o cómo no vio lo que hicieron con su hermano, músico, porque no supo más de él. Sus palabras, escritas por Christophe Bataille, surcan las imágenes como los residuos de un cuerpo que se abrasa pero aún mantiene el impetu de la flecha de una memoria que quiere rescatar las imágenes perdidas, las imágenes desaparecidas. Porque la noche y niebla seguirá dominando la bestia humana sembrando de imágenes perdidas en las que laten cuerpos torturados y masacrados. En 'La imagen perdida' lo sublime y lo descarnado se conjugan como recordatorio de nuestras más míseras oscuridades y como aliento combativo, el aliento que nos recuerda que hay sensibilidades que saben alzarse sobre el fango y crear belleza, una belleza convulsa y empática, la que gesta y discierne y fluye como el agua, la mirada que encuentra en la imagen el cuerpo.
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