Le conocí, cuando aún no me conocía. Cuando mis palabras aún restregaban el cristal empañado. Cuando mis palabras aún se asemejaban a un carraspeo. Pensé que quizá fuera el conejo blanco, quizá su mirada me indicaba que hay muchos agujeros negros. Su voz parecía escorarse como un buque que resiste el embate de una tormenta que cada vez arrecia más fuerte. Leopoldo María Panero ha muerto, pero sus palabras tienen dedos, y rascan y hacen vibrar la piel, esa que no se deteriora, esa que resiste en las entrañas, la que aún mantiene firme la cuerda de la cordura. Y la cordura se llama lucidez empapada de abismo.
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