sábado, 8 de marzo de 2014
Oh boy
Quizá proliferen en nuestros días más de lo que parece, o de los que pensamos, réplicas del Mr Scrooge dickensiano. Y no sólo en las altas esferas que rigen esta dictadura económica, como bien reflejaba David Fincher en 'The game' (1997) o 'La red social' (2010), a cuyos protagonistas venían ciertos fantasmas del pasado para rendir cuentas o dejar en evidencia los vanos cimientos de su ensimismamiento. También predominan a pie de calle, aunque piensen en principio que el problema es del mundo, y ellos sus víctimas, sin darse cuenta de que se dedican a arrojar piedras de modo figurado, dejando un reguero de cristales rotos, aunque su preocupación sólo sea el que no podrán usar la bicicleta para ir al colegio o que no consiguen de ninguna manera un café cuando lo necesitan, como si todo conspirara en su contra. Es la dinámica del 'me'. Todo gira alrededor de lo que los otros o la realidad 'me' hace sentir. Niko (Tom Schillig), el protagonista de 'Oh boy' (2011), de Jan Ole Gerster, es uno de estos especímenes. Es alguien a quien se nos presenta dando una de esas pedradas, esas pequeñas violencias cotidianas a pequeña escala de que se constituye la vida, que se piensa que no son graves porque parece que no dejan herida (generalmente, porque uno está ya dando la espalda), cuando a la chica con la que se ha despertado con un somero gesto le indica que no tiene las mismas expectativas que ella. Para él sólo ha sido una noche de sexo. Su gesto, su silencio, borra sonrisas.
Para conducirse en la vida no es necesario andarse con muchas consideraciones. De ahí la ironía de que le denieguen la recuperación del carné de conducir. Es una de las contrariedades, que parecen venir en bloque, o más bien alud, durante día en que transcurre el trayecto de la narración. Además, el cajero se quedara con su tarjeta bancaria, como otra maquina, del metro, no le facilita el billete, lo que propiciará que sea perseguido por unos guardas. Parece que el mundo, la realidad comienza a contrariarle de modo más acusado, quizá para justificar sus lamentos. Niko parece alguien suspendido en su vida, No terminó su carrera, y lleva dos años sin decidir que sendero encauzar. Pareciera que sólo quiere quedarse sentado en un sofá mullido como el que le ofrece la abuela de un chico al que acuden a por suministro de droga él y su amigo Mantze. Quiere quedarse suspendido en el tiempo, sin tomar decisiones. Sin preocuparse de las consecuencias de sus actos o de sus omisiones en los demás. Sin preocuparse del futuro, como si el presente se alargara como una cuerda elástica. Pero quien sostenía esa cuerda, su padre, le corta el suministro de dinero, porque si él no invierte su tiempo en nada, para que va a invertir él en su vacío.
Y por otro lado irrumpen fantasmas del pasado. Algunos individuales, como el de Julicka (Friedericke Empter), a quien amargó la vida en los años de instituto, cuando ella sufría de una notoria obesidad, haciendo de su adolescencia un potro de tortura, acrecentado por el hecho de que ella estaba enamorada de él. Ahora tiene muchos kilos menos, ahora es actriz, ahora retorna para enfrentarle con lo que ha sido y es. Niko comenzará a atisbar que quizá el problema, la avería, no estaba en los demás, en la sociedad, afuera, sino que quizás estaba en él. Un cabezazo en la cabeza de un subespecimen que le pide a Julika que le enseñe las tetas es como un gesto de asentimiento que le recordara cómo esa misma mañana ha actuado con otra chica, o con Julika en el pasado. Otras sombras del pasado irrumpen como reflejos, pero lo son más de lo que Niko representa, de cuál es la mirada del alemán de hoy en contraste con la de hace sesenta años.
Un rodaje centrado en la relación sentimental entre un nazi y una judia, y sobre todo, el encuentro con un hombre, Friedrich (Michael Gwisdek), que llevaba sesenta años ausente de Alemania, le enfrentan a un reflejo de cristales rotos, aquellos a los que el padre de Friedrich le aleccionaba a romper con piedras, los cristales de los comercios de los judíos. Y a él como niño sólo le preocupaba que por los cristales rotos no pudiera usar su bicicleta. Tomar consciencia de esa reacción quizá responda a la pregunta de Niko de por qué decidió abandonar el país. Sombras rotas que se han querido esconder debajo de la alfombra. Ahora son otras las pedradas, y hay quienes las da sin darse cuenta, mientras se queja de que no logre tomar, por una razón u otra, un café porque no le llega el dinero, porque no funciona la maquina expendedora, porque la tienen estropeada en un bar o porque no es la hora en la que se supone que hay que tomarlo. Niko lo logrará al final, aunque haya sido tras ver de qué pétreas sombras está hecha la materia de la vida, y cómo él ha colaborado en acumular su costra. Y esa costra sí hace daño aunque quizás no lo parezca.
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