viernes, 7 de febrero de 2014
Frances Ha
A Frances (Greta Gerwig) le dicen que parece mucho más vieja de la edad que tiene, 27, pero mucho menos madura. Frances está y no está, va y viene, inicia un paso de baile, pero no se si sabe si lo culminará, quizá se tambalee, quizá idee una fabulosa coreografía. Su vida comienza gestarse, aún está lejos de concluir. Su apellido es Halloran. Ha es lo que cabe en su buzón. Aún tiene mucho que delinear con sus pasos de baile de la vida. Aún es como una niña. Añora esa sensación que sentía con su amiga Sophie (Mickey Hupner), que reflejan las primeras secuencias de 'Frances Ha' (2013), de Noah Baumbach, cuando ambas compartían piso, como si dieran los primeros pasos en el mundo, como si aún no hubieran dejado atrás esa sensación de mundo aparte, inmune, de los juegos y de las fantasías de la adolescencia cuando la vida aún es proyecto, cuando han empezado a despegar, porque ya abandonaron el hogar paterno, pero aún no parece haber turbulencias en el vuelo y quizá haya que realizar aterrizajes de emergencia. Pero mientras Frances no conecta y encaja, y rompe su relación, porque prefiere esa sensación de recreo en el que aún no tienes que crecer, ni todavía definir coreografías en las relaciones, su amiga Sophie sí da pasos, sí decide cambiar de piso con otras personas, sí se muestra decidida a establecer un proyecto de vida o de relación, que supone asumir desencuentros y colisiones provisionales, vómitos en la medianoche cuando lloras tu decepción o contrariedad. Porque, en ocasiones, en la coreografía que eliges en la vida te pueden dar un pisotón, pero no implica que la dejes inconclusa, que la abandones.
Frances se siente artista, quiere ser artista, bailarina, pero no es rica, y parece que sólo los que son de familia pudiente encuentran un camino fácil para realizarse como tales. Rechaza trabajos que no considera que sean los adecuados, como si los senderos sólo pudieran ser los de su deseo, las rutas que establece en su camino, pero quizá no sean sino rutas hacia callejones sin salida donde te ciegas con las brasas del orgullo. Y prefiere trabajar de camarera que de secretaria donde quería ser profesora. Hay momentos en que la película vibran los reflejos de otras latitudes cinematográficas. Cuando encuentra otro provisional recreo,o guarderia de talante juvenil, con Lev y Benji, pareciera que entráramos en la ruta de 'Extraños en el paraiso' (1984) de Jim Jarmusch. Cuando la aceptan como compañera de piso, corre por las calles de New York al son del 'Modern love' de David Bowie, como Denis Lavant en 'Mala sangre' (1986), de Leos Carax. Pero no se encasquilla la película en alusiones cinéfilas ni en juegos de reflejos autocomplacientes, como quien sueña con otros tiempos que no fueron los suyos. Como en 'Margot y la boda', la gran obra de Baumbach, palpitaban los tenebrosos ecos del Bergman de 'La hora del lobo', 'Persona' o 'La vergüenza'. En Frances también alienta la atorada quietud, pero sin amargura sino con la extrañeza de quien pestañea por la luz del sol tras quedarse dormido en un lugar que no les resulta familiar, de los personajes que parece que se mueven, pero no lo hacen, como en la obra de Jarmusch.
También la agitación de alguien en formación y colisión como el personaje de Lavant en la de Carax. Siente que el escenario se mueve pero no ella. Siente que se quema y no sabe cómo articular lo que piensa y siente ni qué. A veces es un remolino, a veces un amasijo en derrota que no desea sino postrarse. Viaja a Sacramento, y pasa unos días, en época navideña, en casa de sus padres. Es como un círculo, como otra burbuja aislada, otro compartimento estanco, en su propia vida. Le esperan, en el aeropuerto, abajo, mientras ella desciende por las escaleras mecánicas. Y después de un tiempo, que parece un suspiro, como hace aliento el montaje secuencial de secuencias breves, les contempla, abajo, mientras asciende por las escaleras mecánicas, cuando se despide, como un mundo que no quisiera abandonar, como añora aquella armonía, aquella sensación de refugio, que sentía con su amiga Sophie, la conexión cortada con la vida que la hace gravitar suspendida en la realidad sin encontrar un sendero que sea a la vez nido.
Viaja a París por impulso, y aquella ciudad, la de la luz y la de tantas fantasías e idealizaciones, es como tantas otra ciudades, sus calles como las de tantas calles de otras ciudades. Las librerías pueden estar cerradas cuando quiere entrar en una, y come sola en una terraza. Pasea en la orilla del Sena, pero sus aguas son las de tantos ríos. Y de nuevo recibe la llamada de quien añora en su intemperie interior, o de lo que representa, la llamada de su amiga, Sophie, que incluso no sólo se aleja porque se casa y forja su proyecto de vida sino que abandona el país. Aún más lejos. Distancias. Y desconcierto, como esas películas francesas en blanco y negro, de Truffaut o Garrel, cuyo oxígeno de figuras desorientadas, erráticas, aún desenfocadas, en formación y colisión, vacilantes y desgajadas, respira 'Frances Ha'. Pero no, suena la música de Georges Delerue, pero su atmósfera es propia, no es sucedaneo, ni impostura (algo que a veces afecta y anquilosa, quizá por autocomplacencia, quizás por torpeza, a sus referentes), no hace sentir que se transita en una réplica trasladada a New York, como los ecos del cine de Woody Allen, en concreto de 'Manhattan' (1979), tampoco derivan en quiste. Su blanco y negro también es el de la realidad que aún no se perfila. La voz indecisa, que inicia movimientos que no culmina, que da pasos en falsos, que retrocede o da zancadas, tropieza o da un grácil salto como una exquisita filigrana, son los de Frances, la protagonista de esta pieza que no deja de estirarse como si se buscara mientras se encuentra,
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