jueves, 20 de febrero de 2014
Da Vinci's demons
'La historia es una mentira'. Es una de las primeras frases que se escuchan en 'Da Vinci's demons' (2013), serie de ocho capítulos, creada por David S Goyer. Habrá quien se la tome como previo apoyo logístico para las licencias históricas que se toma. Porque desde luego no será una serie que entusiasme a los que demandan fidelidad histórica. También podríamos hablar de la invención, de la imaginación, y de las visiones. A Da Vinci (Tom Riley) se nos presenta en sus esfuerzos por conseguir volar, y, por otro lado, surcado, atravesado, por visiones que le superan, a través de una enigmática figura, la de un enigmático turco, Al Rahim (Alexander Siddig), que aparece como desaparece, alguien que le introduce en unos senderos de la realidad en la que los pasos se tambalean, modifican, interrogan. La historia es un río pero es circular. Lo que es y lo que parece, lo posible y lo real amplían sus ángulos y senderos. Como si propulsara lo que ya reside en alguien como Da Vinci, aunque su mirada esté aún en formación. De este modo, ya se define con precisión, por un lado, que está es una obra que se expande y vuela con la epicurea dinámica de la invención, el territorio en el que la imaginación acota y a la vez quiebra la malla de los géneros. Y, por otro lado, que se trama sobre las visiones, las que tejen, establecen duelo con la realidad, y la dominan en cuanto abren senderos no explorados o conocidos: Es el dominio de la mente parturienta (imaginación). Y, a la vez, Da Vinci se siente superado por visiones que son las incógnitas que se convierten en brasas que propulsan a conocer, a dar rostro a una realidad rebosante de enigmas, de recovecos borrosos.
'Da Vinci's demons' no adopta un tono sombrío, severo, sino más bien exuberante. Ese bullir de la mente privilegiada de Da Vinci, sus especulaciones, sus procesos deductivos, su forja creativa, su perspicaz y minuciosa capacidad de observación se reflejan en acrobacias visuales como ralentizar el vuelo de unos pájaros cuando él quiere captar sus movimientos, como si fuera la mirada más rápida del Oeste, capaz de perfilar en su dibujo con rápidos trazos en pocos segundos la expresión corporal de un pájaro al tomar vuelo. Son los senderos expresivos de la serie 'Sherlock', como la superposición de imágenes. Además de en cierta actriz, Lara Pulver (aquí Clarice, la aguda esposa de Lorenzo de Medici; en 'Sherlock', la memorable Irene Adler, en el más potente episodio, 'Escándalo en Belgravia') coincide también en ciertos rasgos de caracterización del personaje, ambos de conspicua inteligencia. Da Vinci no porta el gesto del artista torturado, sino más bien un gesto tan vivaz como desafiante, no arrogante, como bien él indica, porque no se arroga virtud que realmente no tenga, lo cual podría verse o calificarse como autosuficiencia, aunque sin llegar a los extremos de Sherlock que bordean la sociopatía. Ambas son las actualizaciones de una figura ficticia y de una figura real, en una versión de juventud (Da Vinci en sus 25), como más seductora o sexual (Benedict Cumberbatch se ha convertido en todo un icono sexual).
'Sherlock' ha sido aplaudida por su modernización sin perder la sustancia o esencia con la que se le asocia al personaje literario. Con el pintor, no tan icónico en nuestra cultura, serán más bien los que buscan relatos o retratos que se ajusten a los hechos y a los rasgos de los que existieron, los que refunfuñen, porque además se coloca a una admirada figura del acervo cultural como protagonista de un fantástico relato aventurero, en el que no faltan los aspectos siniestros. Da Vinci poco tiene de la figura barbada y adusta de los retratos. A Sherlock le diseñaron eficazmente con su gabán, y con sus rejuvenecedores rizitos, casi cual adolescente petulante. Da Vinci, con su barba corta y pelo de bien controlado desarreglo, parece portar un vestuario que es de época pero a la vez de un tiempo posterior, por su chamarra corta y pantalones de cuero, como si fuera un punk, con aires de Mad Max, no demasiado desharrapado. Sino más bien entre lo siniestro y lo cool.
'La historia es una mentira'. Las mentiras se desvelan, se desentrañan. La vida es un escenario en el que hay que unir las piezas para dotar de un sentido. La conformidad no necesita de grandes enigmas, la vida se ritualiza y se hace ras de tierra. Da Vinci tiene alas en la mirada, la realidad es un amplio firmamento para descubrir, y que conocer. El conocimiento es desplazamiento, y vuelo. Como Sherlock, Da Vinci se ve envuelto en varias intrigas. Se ve incitado, por un misterioso grupo de nombre 'Los hijos de Mitra', a la búsqueda de un libro de implicaciones místicas 'El libro de las hojas', una incógnita, entre otras que serpentean en el relato, resolución, además, que quizá pueda dotar de rostro a su madre en su memoria (los territorios desconocidos en los mapas, los pasajes borrosos que el conocimiento hace luz; ya desde la raíz en la mirada que nunca deja de explorar). Recuerda la última vez, cuando era un niño de cuatro años, en que estuvo con ella, pero no su rostro. Y aquel rostro desapareció de su vida, del mismo modo que el se ha dotado de rostro, de presencia, en los márgenes. Presencia escurridiza, en una realidad que es la propia, la que gesta, pero no desligada de un contexto, porque es una figura intermedia, independiente, pero a la vez sustentada por los poderes fácticos a los que ofrece sus servicios, como retratista o inventor. A Da Vinci no le gusta definirse, como es un bastardo, hijo de una esclava que desapareció y un padre que marca e instituye la realidad, un padre autoritario que aún le desprecia y sirve con su asesoría en la corte de Medicis.
Da Vinci lidia con esas otras intrigas a ras de suelo, las que definen los sórdidos territorios de la realidad prosaica, como el conflicto o pulso existente entre Florencia y Roma, en el que se desenvuelven en las sombras figuras tan escurridizas o indefinidas como él, ya que hay un espía de Roma en la corte de Medicis. Da Vinci pone su inventiva al servicio de los Medicis, creando diversas armas; en alguna ocasión será sólo su apariencia la que sea efectiva, porque la sugestión puede resultar muy efectiva. Da Vinci se desenvuelve con habilidad entre tanta maraña, aunque a veces se lleve alguna que otra paliza, por hablar de más, ya que a veces no sabe morderse la lengua o contar hasta diez, o sea detenido acusado de sodomía, algo que él practica también con gusto, porque, ya se ha dicho, no le gusta definirse, pero que en la sociedad de aquel entonces no estaba bien considerado en las superficies de las normas sociales (donde se enquista la imagen social). En los subterráneos de las intrigas palaciegas se ve envuelto con alguien, como Lucrezia (Laura Raddock), que también se desenvuelve en los espacios intermedios, aunque estos se hayan convertido en la (también difusa, borrosa) amenaza de paredes móviles que se ciernen sobre ella. Si a Da Vinci no le gusta definirse se sentirá atraído por una mujer que sabe ser escurridiza, aunque no sea sólo por voluntad propia (como él, se siente escindida, superada por una realidad con la que lidia con su ingenio).
Da Vinci resuelve incógnitas, como la causa de que las monjas de un monasterio sufran convulsiones varias que les llevan a trances suicidas, y que hay quienes califican como posesiones (con ecos de 'En el nombre de la rosa'; las manipulaciones de los poderes; la construcción de una interpretación de realidad conveniente). También se enfrentará a un heredero del conde Dracula que tiene preso a uno de los que pueden orientarle en su búsqueda de El libro de las hojas. O, portando un antecedente del traje buzo, penetrará en los subterráneos de Roma en busca de cierta llave que también puede guiarle, como habrá mapas que se descubren en la unión de las páginas de ciertos libros. No puede faltar un villano a su altura, su siniestro reflejo en el espejo, de voz rasposa, Riarus (Blake Ritson), el sobrino y principal agente del cruel Papa Sixto IV (James Faulkner). La imaginación se revela como la insurgente disidencia frente a los abusos del poderoso, como Da Vinci surgiendo de las aguas de la terma donde se suele bañar el Papa tras haber abierto en una brecha en su fondo. Para Vinci, los fondos son techos, y los techos alas, el filo de la imaginación que desnuda al poderoso.
El creador de la serie, coproducción anglo estadounidense, es David S Goyer, argumentista en las tres últimas aproximaciones de Christopher Nolan a la figura de Batman, con quien también ha colaborado en la soporífera 'Man of steel' (2013), de Zack Snyder, o de las tres que se realizaron sobre 'Blade', de las que dirigió la última 'Blade: Trinity' (2004). No fueron particulante estimulantes sus aproximaciones al terror en 'The invisible' (2007) o 'The unborn' (2009). También fue el creador de la serie 'Flashforward' y participó en el guión de la estupenda 'Dark city' (1998), de Alex Proyas, la mejor obra en la que ha participado, hasta la creación de la muy estimulante y supermineralizante y epicurea 'Da Vinci's demons', cuya segunda temporada se estrena en pocos meses (en Estados Unidos en marzo, en España en mayo).
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