viernes, 24 de enero de 2014
Stake land
Y tu vida se transfigura radicalmente, de repente. Ves la pantalla de tu vida rasgada por unos colmillos, y ya es otro escenario, otro paisaje. Un mordisco, y tu madre es un cuerpo desmadejado, tu padre una mirada que se apaga entre convulsiones, y tu hermano, un recién nacido, un guiñapo que arrojan desde las alturas. Y la sangre se extiende como la contraseña de una herida que será difícil de cerrar. Tu vida también sería mera pulpa si en la noche también no irrumpiera otra figura que te rescata de convertirte en alimento de un vampiro que asemeja a un zombie. Y esa figura, que carece de nombre, Mister (Nick Damici) será tu mentor, tu guía y padre en un paisaje que es pura intemperie, porque ya es el escenario del apocalipsis, y ya nada es seguro. La vida ya no es lo que conocías. 'Stake land' (2010), segunda obra de Jim Mickle (y segunda colaboración con Damici como coguionista) se revela como una de las piezas más estimulantes en el yermo y asmático panorama del género de terror o fantástico. Es a la vez una obra que transita el subgénero postapoliptico, vertiente road movie (logrando lo que no consiguió la demasiado errática 'The road' (2009), de John Hilcoat), una singular fusión de los subgéneros con zombies y vampiros (estos no son aquí figuras elegantes, epítomes del romanticismo siniestro) que aporta renovador aliento a ambos, el survival en zonas rurales, en la inhóspita naturaleza, y el relato iniciático, ya que la peripecia es narrada por la 'voice over' del adolescente Martin (Connor Paolo);es el aprendizaje de la supervivencia, para crear nueva vida en un paisaje arrasado, en el que ahora domina la muerte.
'Stake land' se trama sobre la noción de pérdida, sobre el aliento de una realidad desmembrada. Los dos personajes protagonistas, se encontrarán, reencontrarán, o perderán, compañeros provisionales de viaje, en su ruta por la América profunda, entre bosques y pequeñas poblaciones, siempre lejos de la urbe. Los lazos que se generan son como una fugaz ilusión de vida que intenta expandirse al calor de la luz del sol, como si un miembro seccionado volviera a crecer. Tampoco se conoce mucho sobre Mister, sobre su pasado, sobre a qué se dedicaba. Simplemente, es alguien que se dedica a cazar vampiros. La realidad parece hendida por agujeros, en los que se escurre el sentido. Poco se sabe de cómo se ha producido este apocalipsis. En un momento dado, se une a ellos un soldado que combatió en Oriente Medio. Alguien le pregunta cómo culminó aquella guerra. Pero el soldado volvió para encontrarse para una realidad en proceso de gangrena, en el que unos fanáticos, que portan atuendos que retrotrae a tiempos oscurantistas, los medievales, piensan que los vampiros zombies son unos enviados de Dios. La Hermandad es la raíz de un virus, los que crean un enemigo para descomponer y dominar la propia realidad. Su lider, Jebedia (Michael Cerveris), por ello, se convertirá en su principal amenaza, aún más cuando el mismo derive en el destino consecuente, ser un vampiro zombie.
'Stake land' consigue un modélico equilibrio en el trazado de una atmósfera que delinea un sombrío talante emocional, de lacónica pesadumbre, el preciso y escueto trazado de las relaciones, sobre todo entre Mister y Martin (qué bello ese final en el que se da cuenta de la conexión que se está dando entre Martin y una chica que han encontrado en su periplo, y simplemente, desaparece), pero también entre Martin y la monja que rescatan, Sister (Kelly McGillis), y la impecable dosificación de momentos tensos, de amenaza, el equilibrio entre lo visible y lo no visible, entre el detalle crudo y la sugerencia: el plano general del vampiro encaramado en el granero que deja caer el cadáver del bebé que ha mordido; el ataque y persecución de los vampiros 'vikingos' (los primeros vampiros) en el desguace, y después entre los maizales (qué admirable manera de unir dos materias que representan dos mundos distintos, la civilización industrial y la rural); Mister rodeado de cuatro vampiros en posición de ataque, protegido sólo con una tea ardiendo y con las manos atadas; la mano de una adolescente que se entreve en un armario del ático de la casa que han encontrado con un par de cadáveres de adultos.
Y esa magnífica secuencia, modélica materialización de la esencia del fantástico, la irrupción de lo extraño: Los protagonistas bailan en una fiesta nocturna que se celebra en uno de los pocos pueblos no contaminados, que se han convertido en emplazamientos al modo de fortalezas, con rigurosos controles de entrada; la felicidad provisional se ve quebrada con la caída desde las alturas de vampiros que son lanzados desde helicópteros por la Hermandad, una secuencia que se constituye en mordaz metáfora política, ya que define, además, cómo la puritana Hermandad son más terrible amenaza que los vampiros zombies. Y el final no es más que un pasaje más, un reinicio, la firme y perseverante confrontación con la incertidumbre.
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