domingo, 19 de enero de 2014
El hombre de mimbre
'La huella' (Sleuth, 1972), de Joseph L Manckiewicz, escrita por Anthony Schaffer (quien adapta su propia obra teatral) se trama sobre el pulso de poder, el enfrentamiento, entre dos hombres, entre dos opuestos por pertenencia de clase, por posición social, el acaudalado novelista de éxito que vive en un lujosa mansión (cuya construcción data de varios siglos, lo que remarca una separación o distancia, según la detentación de privilegios, instituida desde siglos atrás en la sociedad británica), y un peluquero de ancestros extranjeros. 'El hombre de mimbre' (The wicker man, 1973), de Robin Hardy, con guión de Schaffer, se trama sobre el pulso de poder, el enfrentamiento, entre un hombre, un representante de la ley, sargento de policía, Howie (Edward Woodward), y una comunidad, la del pequeño pueblo costero de Summerisle, en una de las islas Hébridas, a la que se traslada para investigar, según la denuncia de una anónima nota, la desaparición de una adolescente. El enfrentamiento prontamente tiene lugar, cuando el rígido y puritano cristianismo de Howie colisiona con el paganismo de la comunidad. La repulsa que provoca en Howie unas conductas, una desinhibición sexual, que él asocia con el libertinaje y lo profano, se acrecienta con la generalizada negación de la existencia de la chica. La negación de la realidad de un cuerpo se convierte en irónico reflejo de la negación y rechazo del cuerpo, del sexo, de la naturalidad, de la equiparación con lo animal, en su mentalidad, pudibundez que es objeto de irrisión por parte de sus subordinados en las primeras secuencias en la comisaría.
Los muros de su negación se ven asediados por el canto de lo epicureo, la liberación de los sentidos. Si en 'La huella' cobraban relevancia como contrapunto, como fisura y mordaz reflejo de la representación (en varias capas) sobre la que se dirimía la relación entre el novelista y el peluquero, los diversos autómatas que son parte de la decoración de las salas de la mansión, en 'El hombre de mimbre' lo son las canciones. Howie nos es presentado cantando unas oraciones en la iglesia, a la que asiste con la mujer con la que está prometido ( y con la cual no ha mantenido relaciones sexuales premaritales). En su estancia en Summerisle, los personajes súbitamente se ponen a cantar. No es una acción ritualidad, sino expresión de una espontaneidad. Rompe con las mismas convenciones del género musical, más que apartes, o rupturas con el curso narrativo, son fisuras, otro lenguaje expresivo que evidencia una distancia de mentalidad, de habitar la vida, entre Howie y esa comunidad. La música es el asedio de su silencio, de su ausencia en vida. En especial, ese canto que realiza en la habitación de al lado la hija del dueño del hotel, Willow (Britt Ekland), que golpea, desnuda, las paredes, mientras Howie resiste su agitación. De ahí que en la secuencia final, toda la comunidad se una en un canto cuando se realiza el sacrificio, para invocar unas mejores cosechas, mientras Howie recita impotente sus oraciones, el seco mimbre frente al fuego (de la vida).
En 'Frenesí' (1972), de Alfred Hitchcock, adaptación de la novela Goodbye Piccadilly, Farewell Leicester Square, de Arthur La Bern, a cargo de Schaffer, el asesino se convertía en el reflejo desbocado y desencadenado del colérico temperamento del protagonista. Se dejaba en evidencia las fisuras de la normalidad, la violencia extendida en los pequeños gestos, en las relaciones cotidianas, aspecto resaltado en otras obras de Hitchcock. Si 'Extraños en un tren' exponía los frágiles límites entre el deseo y el acto, entre la intención y la materialización, en 'Frenesí', se incide en qué fácilmente se puede parecer alguien capaz de realizar una aberración extrema. El asesino se aprovecha de esa posibilidad para realizar su particular manipulación de las apariencias, su sutil puesta en escena. Del mismo modo que 'La huella' se hilvana sobre dos sucesivas puestas en escenas, la que realiza el escritor, y la que, como respuesta o reacción, ejecuta el peluquero. Dos puestas en escenas que responden a dos agravios.
'El hombre de mimbre' se teje sobre otra puesta en escena que se evidenciará en el tramo final. Si en la secuencia inicial de 'La huella' el escritor nos es presentado en el centro de un laberinto, al que intenta acceder vanamente el peluquero (para conseguirlo necesitará la asistencia del escritor), la construcción de 'El hombre de mimbre' también tiene algo de laberinto que finaliza ante una cueva, en la que Howie descubre que no es el héroe que salva a la víctima de las garras del 'dragón', sino él mismo la víctima que ha sido guiada hasta ese destino con falsas pistas, callejones sin salida, desorientadores, que le incitaban a buscar el adecuado pasadizo a un centro que él presuponía cierto, como su realidad la ha diseñado con unos rígidos dogmas religiosos y morales. Pero el centro conducía a la precipitación en el vacío, reflejo de su propia impostura e inconsistencia. Las máscaras de lo comunidad pagana emblema de un juego liberador que se abre a lo otro, se revela en él máscara adherida a su carne.
Las negaciones, las evidencias hurtadas, no eran sino el canto de sirena, la ausencia que desafiaba a su imperioso dogma, el dogma que a todo dota de nombre, de clasificación, y que por tanto, designa estigmas. La realidad es domeñada, anulada, oprimida, por el nombre, por las categorías. Al profano hay que castigarlo como un infractor. Presunciones que buscan establecer separaciones con la condición animal del hombre, criatura que se considera superior porque dispone de la herramienta de contacto con la entidad superior, con la divinidad, creada por él mismo como reflejo de su anhelo de distinción, de su arrogancia. Del mismo modo que el escritor no admitía que el cerco de su universo de privilegios se viera vulnerado por la irrupción de un hombre de casta inferior, un 'animal', que no se mantuvo en su lugar adjudicado sino que no se arredró en disfrutar de lo que el novelista consideraba una de sus posesiones lujosas, su esposa. El cuerpo se convierte en fisura que abre hacia la incertidumbre, a la demolición de las barreras sobre las que un dogma religioso niega el cuerpo bajo las cadenas de las ideas. Y las cadenas se hacen mimbre, y los cuerpos incendian los muros.
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