lunes, 9 de diciembre de 2013
Las noches de Cabiria
Aunque la realidad parece que quiera convertirte en pulpa, la sonrisa aún forcejeará por salir a la superficie. En la primera secuencia de 'Las noches de Cabiria' (Le notti di Cabiria, 1957), de Federico Fellini, Cabiria (Giuletta Massina) es atracada, a la vez que empujada a las aguas del río, donde es rescatada por unos niños, y luego reanimada por unos adultos. Por tres veces, se hundirá en el agua antes de ser salvada. En las secuencias finales de nuevo es atracada, por Oscar (Francois Perier). No en la orilla, pero sí en lo alto de un risco sobre otro río. La altura se incrementa, y el peligro sobre su vida, aunque en esta ocasión no es lanzada a las aguas. El agua representa la emoción. En la orilla del mar el personaje de Mastroiani, en la secuencia final de 'La dolce vita' (1959), queda irremisiblemente varado en su vida, como aquel pez monstruoso que encuentran. Las aguas ya serían decorado en su cine, como los falsos mares de 'Casanova' o 'Y la nave va'. Cabiria, por dos veces, confía en el hombre que la roba, porque con ambos había dejado fluir las aguas del sentimiento. Dos hombres que roban su ilusión, para penetrar en su intimidad, cuando sus defensas aún están más bajas, entregada, para robar su dinero, e incluso en el segundo caso, todo el dinero que posee. Quizá le queda hundirse una tercera vez en la decepción para que sea salvada, para que alguien que también sea un adulto que conserve al niño que aún mira el mundo como si lo descubriera, y no como si lo arrebatara, le coja la mano en vez de arrojarla al vacío.
Cabiria se gana la vida como prostituta, para conseguir un dinero. Vende su cuerpo, y sus emociones son ultrajadas, arrasadas por la falacia de unos hombres que le venden un sueño para conseguir lo único que les interesa, mera materia, metal, lo que ella gana vendiendo su cuerpo. Obscena y mísera ironía. Entremedias de ambos engaños, Cabiria se enfrenta a otras ventas de ilusiones que tienen poco de reales, o que son vanas apariencias, doblez, promesas de una transcendencia alimentada por una necesidad, o meros trucos. Comparte parte de una noche con una estrella de cine que adora y admira, asiste a unos ritos que celebran los milagros de la Virgen, o es participe de un espectáculo de magia. El actor, Alberto Lazzari (Amadeo Nazzari), la utiliza como sustituta, tras una acre discusión con su novia. Es nada, una mera función, un trámite, en una pausa de otro drama, de otro escenario, en el que por un momento irrumpe, por casualidad, como actriz secundaria, o casi una ocasional figurante con alguna frase. Es una mera compañía que el actor, el protagonista de los escenarios (también del de la vida) usa como pantalla de compañía, una figura femenina que rellene de modo provisional un vacío en escena, como la doble de luces de una estrella. Cabiria pronto volverá al margen, fuera de la pantalla, cuando retorne la actriz principal de ese drama, cuando los reproches se tornen de nuevo en besos.
Cabiria asiste a los trucos de una celebración religiosa, y a la liturgia de una actuación de un vodevil. Representaciones, en las que es una figura que pide como otros cientos de figuras suplicantes un milagro en su vida, un milagro que no llega, porque las pantallas parecen lejos, para otros, los pocos privilegiados. En el escenario no es protagonista, sino objeto de irrisión cuando sea hipnotizada. Sugestión, engaños, dejarse hipnotizar de modo consciente o inconsciente, por un símbolo religioso, por un mago, por la idea del amor, del sueño romántico, a través de un actor que se ve como un mito y es tan patético y vulgar como cualquiera o un presunto enamorado que resulta ser un actor, un embaucador. Cabiria es un cuerpo que se usa, que se compra, que se utiliza, un cuerpo, como mucho, irrisorio.
Cabiria también descubre que hay otros que viven aún peor que ella, en unos márgenes que son aún más precarios, cuando siga (en una secuencia que fue cortada en el momento de su estreno, porque según el productor, Dino de Laurentis, ralentizaba la narración) a un hombre que lleva alimentos o mantas a gente que vive en la indigencia en el interior de unas cuevas. Un hombre, el hombre del saco (Leo Cattozo, montador de la película) que lo hace por pura generosidad. Una figura fugaz, en un escenario de doblez, que atiende a los que malviven en los arrabales, donde también vive Cabiria, en una pequeña casa en medio de un paraje desertizado, ruinoso, un paisaje de abandono, como la ingenuidad, o la entrega confiada, parece marginada en los arrabales de la realidad. Pero en su rostro, en la secuencia final, mientras un grupo de jóvenes bailan al son de la música a su alrededor, la sonrisa voluntariosa contrarresta las lágrimas, pues la confianza nunca debe ceder a la decepción. La ternura y la ironía hilan una narración descentrada, como lo está la propia Cabiria, cual figura errante entre episodios que revelan una realidad deshilachada, la de un telón tras el que sólo queda el vacío del truco.
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