miércoles, 18 de diciembre de 2013
El ángel rojo
'En la guerra, los hombres matan a otros hombres, follan a las mujeres y comen sus raciones', le dice un soldado a la enfermera Sakura (Ayako Wakao), antes de intentar violarla. Sakura ya sabe lo que es ser violada por otro soldado, en aquel caso convaleciente, como muestra una de las primeras secuencias de la extraordinaria 'El ángel rojo' (Akai tenshi, 1966), de Yasuzo Masumura. De lo que se olvida ese soldado es de que hay quienes se ocupan en la guerra de certificar la muerte o seccionar los cuerpos de esos hombres que combaten, matan, violan o comen, caso del Dr Okabe (Shinsuke Ashida), a quien asiste Sakura en la mesa de operaciones, por la que pasan cientos de cuerpos destrozados a los que hay que asistir, mientras los cubos se van llenando de miembros cortados, como también muestran con crudeza las primeras secuencias (el chirriante sonido de la sierra cortando una pierna, conjugados con los gritos del soldado). Los cuerpos que avasallan ahora se revelan en su condición vulnerable. Quizá no haya cinematografía que haya retratado de modo más descarnado, y contundente, la atroz vivencia de la guerra, como reflejaron las también magistrales 'Fuego en la llanura' (1959), de Kon Ichikawa o la trilogia de 'La condición humana' (1959-61), de Masaki Kobayashi.
Hay quien se pregunta qué hacen ahí, en tierras chinas, combatiendo para qué, en un territorio tan grande que sólo puede sumirles en el extravío. Hay quien prefiere que su pierna se infecte, aunque tengan que cortársela, porque de ese modo podrá volver a casa, en vez de tener que combatir de nuevo. Hay quien entre tanto padecimiento es capaz de suministrar un pálpito de calidez. Sakura significa flor de cerezo. En la cultura japonesa simboliza el renacimiento de la vida, o la belleza de la naturaleza, la inocencia, la simplicidad. La luz que emana de su generosidad y entrega no tiene que ver con ese paisaje lúgubre, tenebroso y sórdido, realzado por una iluminación que parece cubierta por un velo de oscuridad incrustada, una infección de tinieblas. Sakura se esfuerza en que sobreviva el malherido hombre que la violó, y le convence al doctor Okabe para que le haga una transfusión de sangre, aunque el doctor Okabe considera que es inútil, ya que ha dictaminado en la mesa de operaciones que no hay nada que hacer. Como así se demuestra cuando muera esa noche. Pero Sakura no quería que aquel hombre que la violó pensara que moría porque ella quería vengarse. No hay rencor en ella, no quiere que sufra ni aquel que realizó una cruel abyección sobre ella.
Sakura accede a masturbar a un soldado que se ha quedado sin los dos brazos, como deja que acaricie con su pie sus genitales, e incluso le lleva un día a un hotel, para que sus pieles se fundan en un abrazo, tomando un baño, acariciándose en la cama. Hay una elipsis demoledora, una elipsis que secciona el aliento: Tras el plano de ambos cuerpos desnudos sobre la cama, tras que ella le diga que esa será la única ocasión en que lo hagan, el siguiente plano muestra al hombre muerto, bajo las ventanas del hospital, tras lanzarse al vacío. En ocasiones, la fugaz visión de un ángel, la efímera experiencia de lo sublime, puede ser más desoladora si sabes que después sólo te espera el infierno. En este apocalípsis de cuerpos despedazados y sufrientes, de contorsiones desesperadas y gritos agónicos, germina un hermoso amor entre un hombre que había anestesiado sus emociones con el consumo de morfina, para así no empañar su mente con el dolor del que es testigo cada día, y una mujer que no cede al desaliento aunque sea violada o despreciada.
Sakura suministra aliento de vida al doctor Okabe, que recupera la capacidad de sentir, tanto en su cuerpo, como en sus emociones. En su cuerpo renace el deseo que había relegado al olvido, como los velos que rodean su cama. Sus cuerpos se funden en una sinfonía de caricias, y las sonrisas se despliegan en una relación que quiebra las absurdas separaciones o distinciones de los roles, como refleja ella cuando se viste con su uniforme. No son un hombre y una mujer, son dos emociones que alientan generosidad, entrega, aliento de vida, la simplicidad que no sabe de trincheras ni de uniformes que separan con bombas y bayonetas. En la guerra, el enemigo despoja del distintivo enemigo, el uniforme, y deja el campo sembrado de cuerpos despedazados, como quien deja el hueso tras devorar la carne. Sukura dota de vida al cuerpo y a la ilusión de un hombre que había hecho de su propia desaparición como cuerpo el instrumental necesario para su entrega como médico, para poder realizar la cura o arreglo de esos otros cuerpos que matan, violan y comen.
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