viernes, 20 de diciembre de 2013
A propósito de Llewyn Davis
Llewyn Davis (Oscar Isaac) no quiere sólo existir. Se resiste a ser lo que no quiere ser. Se resiste a ser un hombre que no estaba allí. Tiene las cosas claras, no quiere volver a ser marino en un buque mercante, sabe cuál es su esencia, por eso quiere vivir de la música, esa es su aspiración, su sueño. Quiere una vida con esencia. Pero la indefinición es parte de su vida, o define su vida, valga la paradoja, como lo es la misma definición de la música que interpreta: Si no es nueva y nunca envejece, es folk. Llewyn se desplaza recurrentemente por pasillos angostos, tanto que las puertas en cada pared casi se tocan, para acceder a las casas donde le acogen en sus sofás, o si ya está ocupado, en el suelo. Llewyn no tiene dinero. Su presente es más que incierto, un pasillo que parece angostarse cada vez más. No tiene hogar. Está un poco perdido. Y porta un gato que no es suyo, un gato que se ha escapado cuando dejaba el piso de una de esas amistades que le acogen. Un gato cuyo nombre ignora, con lo que será difícil llamarle si se pierde o fuga. Un gato que intenta que no se pierda, aunque es difícil cuando él parece un tanto a la deriva. Un gato que contempla con perplejidad la sucesión de estaciones por las que pasa el metro en el que viaja. La vida de Llewyn también es una sucesión de estaciones que pasan.
A Llewyn la vida más que acoger más bien parece que le devuelve sus pertenencias, le devuelve un pasado que no ha sido muy fructífero, con el que no ha sabido crear raíces, definirse en la vida ni en el tiempo, como un reflejo entre estaciones. Se lo devuelve en formas de cajas, la caja con los objetos de su infancia, cuando empezó a soñar, y grabó su primera canción con ocho años, o la caja con los discos sobrantes del álbum que grabó con quien formaba dúo, y que se suicidó lanzándose desde un puente. Hay quien le dirá, cuando escuche su música, que no da dinero, que mejor vuelva con su compañero. A lo que él replica que quizá sea buen consejo. Al fin y al cabo su vida se asemeja cada vez más a un purgatorio. A Llewyn no le gusta planificar su futuro, le parece que es cosa de trepas. Como si tú mismo construyeras una jaula en la que sólo existirás, pero no estarás ahí. Jean (Casey Mulligan) apunta que apunta que quizá por ello es un fracasado. Al fin y al cabo, su mejor anticonceptivo es que se preocupen los demás, los que tienen ambiciones, los que se preocupan de edificar un vida con cimientos. Jean no tiene una caja pero si un bebé que quitarse de encima, porque él le ha dejado preñada. Su mirada rebosa resentimientos, sus palabras son puñetazos.
Llewyn tiene talento, pero también ciertas dificultades para conectar con la gente. No sólo en un escenario (por eso le recomiendan que se una a otros como músico acompañante) sino en esa vida real a la deriva. Ante su reticencia a cantar en una cena le preguntan extrañados si no es la música el reflejo de la alegría. Su expresión, como un telón tenebroso, condensa su talante. Su gesto siempre parece que se abisma en la gravedad, adusto, como si una sonrisa fuera un fenómeno paranormal. La música es su profesión, no una emoción a compartir. Para Llewyn, compartir es como un dilatado fundido en negro. Precisamente, un dilatado fundido en negro nos traslada a un largo viaje en coche, en sí el mismo purgatorio, junto a dos acompañantes, un músico de jazz que usa muletas, Turner (John Goodman), y su asistente, Johnny Five (Garrett Hedlund), un hombre lacónico que escribe poemas desesperados sobre camas que no acogen, además de un gato que no es el gato que pensaba, como el mismo Llewyn sigue sin definirse en un estado de permanente mudanza. Se siente cómo se quema el celuloide durante un viaje hacia la constatación de que no hay salida en su vida. La prueba que puede propulsarle no es sino el dictamen de una condena.
'A propósito de Llewyn Davis' (Inside Llewyn Davis, 2013), de los Hermanos Coen, quizá sea una comedia, o quizás un drama. La sonrisa se congela, y la emoción se comprime, como si se asfixiara progresivamente en un angosto pasillo. Desde luego, es una obra en penumbras, como el interior (inside) de Llewyn. Hace mucho frío fuera, pero también en su interior. Paisajes helados. La luz plomiza es una luz empañada, como el vaho que se queda adherido al cristal. Y escuchas constante, como una letanía, el sonido del parabrisas, pero la visión no se aclara. El viaje no parece conducir a ninguna parte. Pierdes gatos, como pierdes el horizonte. No hay un final ni hay un principio. Comprendemos que la secuencia final es la de lo que parecía el inicio. No es un flashback, porque nada se evoca. Es un bucle de vida en el que está atrapado. Llewyn ha intentado incluso cambiar de dirección, desistir de un sueño, de la esencia, y simplemente existir, embarcar en otro barco, pero tampoco lo ha conseguido. Parece que será un hombre que no estará ahí, en un permanente limbo, mientras algún otro, como ese chico que toca en el escenario, al que se conocerá como Bob Dylan, logrará lo que él sólo soñará.
Comprendemos que no es que la realidad sea hostil, sombras inciertas, o no sólo, como parecía en la secuencia inicial cuando es apalizado por un hombre en un oscuro callejón sin saber el motivo de por qué lo hace. En la secuencia final comprendemos por qué, cuál era la razón, porque aún más hostil que la realidad, como hemos podido comprobar en el desarrollo de esta empañada odisea, en la que la carcajada se funde con la desesperación de la pesadumbre, lo es la voluntad y actitud de Llewyn. Si no sabes conectar, la realidad te lo devuelve con cajas destempladas, y unos cuantos golpes, algunos con los puños, otros con las palabras. Por eso, no fecundas, sino que te devuelven tu semilla, porque más bien haces daño, no generas vida. Llewyn escupía a la realidad, a los demás, la amargura y frustración de no lograr ser quien anhelaba ser, porque no aceptaba ser cualquiera, ser otro amante más de la mujer que le gusta, y a la que es incapaz de reconocérselo con la suficiente consistencia, por eso no sabe apreciar esa sonrisa que se esboza en su rostro, y por primera vez lo ilumina, cuando él comparte, precisamente por primera vez, su vulnerabilidad, su desconcierto, desprovisto por un instante de arrogancia. Llewyn es incapaz siquiera de cuidar un gato, que no sabemos si es el de Schrodinger, desde luego en ciertos momentos resulta que es otro aunque parezca el mismo. Pero una cosa es que la realidad sea incierta, o difícil de descifrar o de entender, o que no sea capaz de reconocer tu talento, y otra que tu resentimiento se transforme en crueldad o desprecio. Así nunca encontrarás tu hogar, Llewyn. Sólo el gato, porque se llama Ulises.
Diría que es la mejor obra que he visto este año, y probablemente el mejor estreno del año que viene (desde luego, el trabajo cromático y lumínico más asombroso), aunque lo más apropiado sería decir que es mi obra predilecta entre las vistas durante este año que finaliza. Quizá porque con los Coen el holandes errante que navega en mí siente siempre que vuelve a casa, valga la paradoja. Son mis filósofos favoritos, al fin y al cabo, porque nunca abandonan la sonrisa traviesa, aunque te suman en la intemperie.
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