jueves, 21 de noviembre de 2013
El prestamista
Hay peliculas, como 'El prestamista' (1965), de Sidney Lumet, que hacen del dolor consciencia que rescata del entumecimiento vital. Ese despertar es el trayecto que narra esta áspera y desazonadora adaptación de una extraordinaria novela de Edward Lewis Wallant, el despertar, en forma de grito silencioso, de un hombre postrado en la insensibilidad y en la inercia de la usura. Nazerman (Rod Steiger) es un prestamista que desangra, con indiferencia, a los desesperados que empeñan algún objeto para rascar unos míseros dolares con los que poder sobreviviendo. Algunos objetos son un recuerdo preciado, un instante de fulgor en el pasado, o quizás sea el mero reflejo de su desubicación, como una radio en la que ya no se encuentra ninguna emisora. Fulgores pasados, ruidos presentes. Hay quienes incluso buscan una pizca de conversación, una efímera luz en una vida de desolación y desamparo. La voz de Nazerman es la de una máquina que registra el valor del objeto, su mirada fruncida niega el contacto porque su horizonte son sólo las cifras. No hay nada más allá, sólo el dinero como vértebra de una existencia hilvanada a través de las rutinas y las cifras. Nazerman vive postrado en la mullida ajenidad.
Pero un aniversario comienza a arañar sus entrañas, como un gemido que fuera creciendo desde su interior hasta convertirse en un grito que reventara sus entrañas. El recuerdo de su condición sensible, de lo que fue cuando aún era, cuando palpitaba su mirada, cuando la realidad aún parecía un espacio de luz, va quebrando paulatinamente esa verja tras la que se ha ocultado adoptando con su indiferencia el papel de aquellos que le destruyeron. En su mente postrada, quemada por una luz que no distingue contornos, como indiferenciados son los adosados de la zona donde vive con la familia de su hermana, irrumpe ralentizada la vida antes de la pesadilla, y la posterior postración, los juegos con sus dos hijos, y su esposa, y sus padres, junto al río. Hasta que tres soldados con uniforme alemán surgieron del fuera de campo, e irrumpieron en su vida, y transformaron su escenario armonioso en el de un degradante campo de concentración, en donde perdió a esposa e hijos. Fulgores pasados, ruinas presentes que siguen sangrando una herida que no se cicatriza con una mirada ausente y ajena. Pasado y presente se enmarañan y reflejan.
Quizá aquella vivencia no difiere demasiado de la crueldad e indiferencia vital que rige el Nueva York de 1965. Quizá los campos de concentración de la segunda guerra mundial no fueran un hecho aislado que no tuvo continuidad, sino un reflejo extremo de la crueldad humana que sigue manifestándose tras las frías y comprimidas construcciones de las modernas ciudades, como las de este Nueva York. Piedra que comprime el aliento. La civilización sigue siendo barbarie, y esta sigue reproduciéndose, a otras escalas, porque se instituye el olvido, incluso por aquellos que sufrieron ignominias como aquella de los campos de concentración, capaces de adoptar el papel contrario, como 'verdugos'. La luz manchada, la cámara convulsa, de Boris Kaufman, desentraña una sordidez, una infección vital, una pesadumbre cautiva en una costra de olvido y ajenidad. Una pálida luz, o más bien empalidecida, que revela la condición mortuoria o espectral de una ciudad en la que se han erigido unos edificios que parecen losas sobre una tumba, bloques deshabitados, sin vida, prisiones que muerden lo que contienen.
El deslumbrante hallazgo expresivo viene dado por esos flashbacks que en principio son fugaces flashes, como espasmos, y poco a poco hacen del recuerdo cuerpo que es consciencia de aquel dolor cuando ha despertado su consciencia de la crueldad existente a su alrededor, y de la que él se ha hecho cómplice y esbirro. Se dice a sí mismo que en él no hay ya rabia ni resentimiento, que sólo busca paz, pero su amargura la escupe cuando la realidad, como la mirada preocupada o interesada Marilyn (Geraldine Fitzgerald), amenaza con irrumpir en su espacio aislado, en una intimidad que está arrasada, a través de esa verja que ha construido alrededor suyo, para permanecer inmune a la vida, indiferente, ajeno. Pero los recuerdos afloran, y la brecha se abre en su interior, y el miedo resurge. Los espacios y los tiempos se conjugan como si fueran parte de un mismo espacio y tiempo. Un hombre intentando fugarse escalando por la alambrada de un campo de concentración se enlaza con el movimiento de un chico que quiere ascender por otra, en tiempo presente, para evitar el apalizamiento de otros chicos en un cancha deportiva. La cámara realiza un movimiento semicircular en un vagón de metro y se intercala con otro en el interior de un vagón atestado en el que Nazerman y otros judíos eran trasladados a un campo de concentración.
Una mujer que le enseña los pechos (fue la primera película de Estudio que los mostró; fue una primera batalla ganada para que tres años después ya no existiera código de censura) para conseguir que le dé más dinero por lo que empeña se intercala con las imágenes de su esposa vejada por los alemanes en un sórdido habítáculo. La integridad renace en Nazerman y se hace grito y desesperación, y los escrúpulos no aceptan que su negocio se mantenga con los negocios ilegales, de prostitución y apuestas, dirigidos por Rodriguez (Brock Peters), pero su rebelión se encuentra con la impotencia, con la contorsión de un desgarro que había mantenido a recaudo ( Lumet consiguió que la interpretación de Steiger fuera interiorizada, contenida, pero permitió que, en la secuencia en la que Rodriguez le humilla, al remarcarle que no tiene manera de enfrentarse a él, su rostro se deformara en un gesto que es grito contenido, inspirado en uno de los del cuadro del Gernica, de Picasso).
La sociedad del presente sigue cultivando la degradación, y él se ha convertido en su colaborador, en su esbirro y cómplice. Un muerto en vida que ha cerrado bajo llave su pasado, y se ha aislado del mundo tras una verja. Y su despertar si para algo sirve es para hacerle consciente de que está vivo, aunque duela. Ahora mirará de frente a la vida, aunque quizá le suma en el extravío, expuesto, fuera de la verjas y las alambradas, por lo menos de las que se había creado él, porque alrededor las sigue habiendo invisibles.
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