lunes, 21 de octubre de 2013
The white diamond
En 'The White diamond' (2003), de Werner Hezog, hay un blanco diamante, en plural, que se extrae de la tierra, en las minas de Guyana, y hay otro, singular, un globo aerostático, que intenta elevarse hacia el cielo, sostenerse sobre las copas de los árboles, desafiando a esa gravedad que nos atrae hacia el centro de la tierra, pese a que nos separen miles de kilómetros, esa gravedad que nos mantiene con nuestros pasos en el suelo. Aunque saltemos, la gravedad nos hace retornar a nuestra condición. Y cuánta más elevadas las alturas, más fatal la caída, la gravedad se convierte en un mazo que pisa nuestros pasos. Pero aunque no dispongamos de alas, la imaginación vuela y reta a la naturaleza, y no ha dejado de inventar artilugios que surquen lo que no parecía posible. Y los cuerpos se sostienen sobre el aire, aunque no se de modo permanente. La mirada de Herzog desafía a esa gravedad, intenta elevarse, y lo consigue, con esos fulgores que hacen de la pantalla asombro y epifanía, como ese encuadre que respira con miles de vencejos penetrando en la cueva tras la cascada de Kaieteur.
Nadie ha logrado entrar en ese interior, nadie ha logrado hollar ese espacio, materia de leyendas para quienes habitan esas tierras. Lugar inaccesible, es la incógnita que nunca será resuelta, porque la vida está alentada por las incógnitas, por cielos y cavernas a explorar, territorios desconocidos, umbrales que cruzar para dotar a la ignota negrura de luz. La mirada exploradora se eleva sobre la incógnita. A veces no es posible, como se intenta con el globo, porque la cascada atrae puede atraerlo hacia ella y derribarlo, como demuestran con los pequeños globos con que se realizan la prueba. Como la pesadumbre de los intentos fallidos, de las pérdidas, de las caídas, lastran con su herida nunca cerrada, que rasgan incluso la sonrisa del logro. Para Graham Dorrington, el ingeniero aeronáutico, su propósito, alzarse con este globo que ha diseñado, un globo que asemeja a una lágrima, supone también la cicatrización de un dolor pretérito, el accidente, del que se siente de algún modo responsable, en el que perdió la vida Dieter Plage, documentalista de la naturaleza (otro explorador que hacía del conocimiento de lo otro, de las fronteras, conciliación), cuando probaba un prototipo diseñado por Dorrington (Plage se desató el cinturón para intentar salvar la cámara cuando el globo se enredó en las ramas de un árbol de cincuenta a setenta metros).
La mirada de Dorrington se torna lágrima, cada vez que evoca esa muerte, como si apretara los dientes de su corazón. En el último tramo se conjugan el relato ya detallado de aquel accidente con el logro del vuelo, tras ensayos frustrados y múltiples pruebas. Su rostro se desfigura en lamento en la evocación, y se expande en la sublimación tras aterrizar, tras la consecución del vuelo, de lo inefable, donde las palabras no pueden llegar, porque no disponen de alas que puedan hacer sentirlas. Ansiamos volar, sentirnos sobre la tierra, pero la gravedad tiene cuerdas invisibles que pueden frustrar esos intentos con los que intentamos quebrar los límites, superar esas distancias que parecen difíciles, sino imposibles, de franquear. Marc Anthony es un nativo, trabajador en la mina, asistente en el vuelo, que anhela un día superar las distancias y reunirse por fin con su familia que emigró a España. Sueña con realizar ese vuelo. Su mirada se enciende contemplando ese diamante blanco que asciende. Se asombra mirando la catarata a a través de una gota de agua. Conoce las plantas que pueden curar las infecciones o enfermedades de los ojos.
Herzog se despliega en su mirada, asciende, se eleva, cruza con los pájaros lo no visible, nos hace sentir lo que no parecía posible, nos hace sentir el viento de lo que permanece en incógnita, como si pudiéramos palparlo con los dedos. Herzog hace coreografía de la metáfora. Funde el documento con las estrofas de un verso, y se hace agua y singladura. Nuestras entrañas amanecen entregados a esa música que fluye y vuela sobre las copas de los árboles, como una lágrima que desafía y vence, aunque sea provisionalmente, a nuestra condición, a nuestra gravedad. Y somos sonrisa y asombro, mirada que se restriega tras despertar.
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