martes, 29 de octubre de 2013
Je l'aimais
En ocasiones, resulta difícil asumir que tu relación ha terminado. Con el gesto aturdido te resistes a despertar, te sientes abandonada, no quieres aceptar que aquel sentimiento en el que invertiste, que aquella relación con la que tanto habías soñado y de la que tanto esperabas, se haya disuelto deteriorado. ¿Cómo no lo pudiste apreciar? ¿Qué relación manteníais? ¿Por qué ya no quiere estar contigo? No hay lazo, no hay vínculo con aquel rostro que fue pantalla de una sublimación. Pero aún resta el lazo, el vínculo, con una rutina, con una costumbre, los días compartidos aunque ya fueran inercia. Y ese espejismo se convierte en un garfio al que te agarras, con el gesto aturdido, pero obstinada, como si fuera aún el reflejo de aquel sentimiento sublime que propulsó la relación. No puede desaparecer, no puede convertirse en el ruido de un proyector averiado, de una aguja atascada en un disco. Porque no puede en tu mente abrirse paso la desoladora interrogante de ¿pero no era aquello un sentimiento verdadero, no era ese amor único con el que tanto soñaba, como así lo sentía? ¿Qué era? Y como si aún estuvieras bajo los efectos de una colisión te desplazas a la deriva con el paso cambiado, torpe, como un espectro. Porque yo le amaba (Je l'aimais), te dices.
Así se siente Chloe (Florence Loiret Collet), en las primeras secuencias de Je l'aimis (2009), de Zabou Breitman, cuando se traslada junto a sus dos hijos al chalet de la familia. No acaba de entender por qué ha ocurrido aquella castástrofe en su vida, como un repentino tsunami. Tampoco entiende por qué está con ellos su suegro, Pierre (Daniel Auteuil), por qué se ha tomado la molestía de llevarles a ese lugar apartado, ese chalet de la familia. No lo comprenderá hasta que él empiece a desentrañar su relato, el relato de su herida, el relato de por qué es un hombre muerto. El relato cuya finalidad es que ella comprenda que no se agarre al cadáver de una relación por no aceptar que una ilusión se haya extinguido. Es un relato que quiere apartarla del peligro de ese espejismo que impida que rompa amarras. Es el relato de ese amor que le despertó, que le hizo sentir vivo, pero que fue incapaz de mantener, como si no supiera dar la respiración asistida a ese sentimiento que nace desde el desgarro de las entrañas como si uno se pariera a uno mismo. Es el relato de su fracaso, es el relato de su suicidio en vida.
Pierre narra cómo veinte años atrás conoció a Mathilde (Marie Josee Croze). Tradujo sus palabras al ingles en una importante reunión de negocios cuando la conocíó, y logró traducir lo que permanecía hibernado en su interior. Pero Pierre no logró dar ese paso que supondría asumir el naufragio de otros sentimientos, los de su esposa, Suzanne (Christine Millet), aunque esta supiera que mantenía esa otra relación. Ella prefería mantener ese escenario de vida carbonizado por los espejos, esa falacia de certeza, vivir en un decorado ilusorio aunque sepas que está resquebrajado, que sus cimientos son postizos. Ella prefería convertirse en una muerta viviente que conocía cada pulgada del ataúd de su vida ritualizada pero segura. Y él aceptó un contrato de engaños compartidos. Protestó porque su hijo quisiera tener un ratón como mascota, pero fue incapaz de apostar por lo que le suministraba aliento de vida. Y se acostumbró al ratón. Y se acostumbró a esa vida escindida, de encuentros provisionales con quien hacía amanecer sus entrañas cada vez que estaban juntos, hasta que sus encuentros, con los años, eran cada vez más inciertos (¿Aparecería ella?¿Se encontraría al llegar a la recepción de aquel nuevo hotel con que no estaba en su compartimento la llave de su habitación porque ya estaba en las manos que deseaba sentir?), y más intermitentes, porque, progresivamente, a Mathilde le resultaría cada vez más difícil de combinar las emociones en carne viva con una vida que no sino una representación escéníca. ¿En donde vivía, en sus encuentros efímeros, en su vida cotidiana? Hay escisiones que no se pueden armonizar, que te desgarran y abren en canal.
Pierre se creó su propia trampa, y cayó en ella. Y de nada servirían sus desesperados sollozos cuando años después el azar depara que se encuentre con Mathilde y su hijo. Y su mirada escruta el rostro de aquel niño como si encontrar el reflejo de sus rasgos en él le hiciera sentir que su decisión no había sido un completo error, que al menos había un fruto como resultado de un amor al que no supo dar aliento, que algo aún quedaba de aquello que desperdició. Y su rostro se ahoga en lágrimas, mientras la espalda de quien pudo habitar, aquella espalda que le gustaba admirar cuando entraba en un restaurante mientras las miradas se volvían admirativas hacia ella, se aleja hacia otra vida, hacia otro escenario, en el que ambos son dos muertos en vida. Se apartó de la vida, y se despedazó entre los escombros de la vida ritualizada, como un ratón corriendo en su rueda. Quizá con su relato Chloe comprenda que lo que ella piensa que es una catástrofe no es sino una oportunidad para despertar a la vida.
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