domingo, 1 de septiembre de 2013
Julieta o la llave de los sueños
En el país de los recuerdos olvidados sus habitantes no necesitan que nadie les aplique un procesador para conseguir el resplandor eterno de la mente inmaculada, como en 'Olvídate de mí' (2005), de Michel Gondry. Hay quien desespera porque no sabe qué día es, cual naufrago en un mar de fechas, como quien se relaja porque disfruta del momento, de lo que le depara cada instante, porque todo momento es el momento. Los habitantes reciben alborozados la llegada del cartero con cartas de tres años atrás. Como si les visitara su historia, su biografía. Hay vendedores ambulantes de recuerdos. Si no los tienes, ¿por qué no comprarlos y hacerlos tuyos? Una postal puede ser el recuerdo de un viaje a Italia, un chal el de tu estancia en Sevilla, un pañuelo aquel que se empapó con tus lágrimas cuando te despediste de un ser querido en una estación de tren.
En el país de los recuerdos olvidados no hay adivinadores de futuros en las líneas de tus manos sino del pasado. No sólo saber el futuro puede sumirte en la desesperación, sino también saber que tu pasado estuvo definido por las penas y el sufrimiento, que casi no hay rastro de amistades o de amores. Ahora tu presente se carga con el peso de una sombra amarga. En el país de los recuerdos olvidados puedes ser un pareja de ancianos a quienes un camarero puede recordar la primera vez que, jóvenes, entraron en ese bar. Vuestra sonrisa puede desplegarse cuando os recuerda las palabras de admiración de los parroquianos hacia vuestra juventud resplandeciente. A este lugar de ensueño, de confortables olvidos, llega Michel (Gerard Philippe). Encerrado en su celda, en la cárcel, su mente sólo piensa en su amor, en Juliette (Suzanne Cloutier). De ahí el título de esta bella obra que se despliega como un infinito de sueños, como si la imaginación se desperezara para abrir sus alas, 'Julieta o la llave de los sueños' (Juliette ou le clef du songes, 1950), de Marcel Carné, en la que el cineasta, junto a Jacques Viot, adapta la novela de Georges Neveaux.
La llegada de Michel a este país de los recuerdos olvidados es la búsqueda de un sueño que no olvida y que luchará porque le recuerde. Aunque al llegar todos sus habitantes, ya que no tienen recuerdos,quieran ser los depositarios de su historia. Para ellos Juliette puede ser una infinidad de historias, parte de la suya, quizá hasta muerta y enterrada, como para uno de los habitantes, quien le guía hasta el cementerio. Hay quien le detiene sólo por buscarla. Hay quien le avisa de que la búsqueda no le conviene, precisamente alguien que no olvida en este país de los sueños olvidados, el acordeonista (Yves Robert), porque la música le supera, porque es adicto a esa música, la música de los sentimientos. Michel tampoco puede dejar de escuchar, de interpretar, la música de su sueño, acordes con el rostro de Juliette. Olvidar resulta un oasis pacífico, recordar una tortura pero también una celebración que se despliega con la música.
En este viaje en la mente de Michel no falta la bestia, un aristócrata (Jean Roger Cassimon) que también tiene su castillo, como la bestia en la obra de Madame Leprince d Beaumont, cuya adaptación había realizado Jean Cocteau cuatro años antes, una bestia que aquí se convierte en una variante de un personaje de otro cuento, de Perrault, Barba azul, el hombre que mataba a sus consortes, el hombre que vive entre miles de libros, miles de historias. Es quien quiere dominar la mente, los sueños, de Juliette. Las puertas de las habitaciones prohibidas no ocultan los restos de quienes mató sino los recuerdos de lo que vivió con él Juliette. No es sangre lo que hay en los vestidos, sino residuos de algún accidente mientras disfrutaban de su relación pasada. O es la historia con la que seduce, engaña, cautiva a Juliette, porque la mente de Juliette es una pantalla en blanco que puede ser sembrada con cualquier historia. Por eso sólo vemos su expresión cuando él le enseña la habitación que hará que ya no huya nunca más de él: planos después le vemos con el vestido de novia.
Michel porfía con el dueño del castillo no sólo por los recuerdos de Juliette, sino por su corazón. A Juliette le importa ante todo la música de los recuerdos, no le importan si son inventados, mientras sean maravillosos, relatos que la cautiven con su evocación, ¿No es una tentación idealizar tus recuerdos, hacer de tu pasado una historia fabulosa, en vez de una mera historia de separaciones, la frustrante interrupción de un sueño? Los rostros del sueños se corresponderán con los de la realidad, con la circunstancia que determinó que Michel fuera encarcelado, cuando realizó una infracción para conseguir el dinero necesario para realizar sus sueños. La precariedad se convierte en lastre de un realización. El sueño desciende a la realidad, se precipita en sus simas. No hay cuentos de hadas si habitas la precariedad. Si no puedes sostenerte en la materia de la realidad, si vives en sus sótanos, en la oscuridad de los subordinados, los sueños se escurrirán entre tus manos, como habitaciones prohibidas. Los que detentan los castillos tienen más facilidades para conseguirlos, para comprarlos. Para el soñador, o para quien debe resignarse con ser un soñador, siempre quedará el país de los recuerdos olvidados.
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