sábado, 28 de septiembre de 2013
Hijas, esposas y una madre
En la proyección de una película familiar, las imágenes se aceleran cuando se ve a Sakanishi (Hideko Takamine) realiza sus tareas domésticas, lo que crea un efecto cómico, cual slapstick, que suscita la sonrisa de los familiares, y el agobio de ella. En otras escenas rodadas, en una excursión al campo, las parejas realizan escenificaciones amorosas cual juego de niños. Representaciones, risas, de y sobre la vida doméstica y las relaciones sentimentales, superficies capciosas, como la misma luminosidad y el vibrante cromatismo en cinemascope, de 'Hijas, esposas y una madre' (Musuma tsuma haha, 1960), de Mikio Naruse, una pantalla que oculta amarguras, decepciones y relaciones cuyas sonrisas aparentes pueden convertirse fácilmente en un gesto indiferente o en una petición interesada. 'Los vínculos familiares son lo más importante, pero los parientes somos unos extraños', dice uno de los cinco hijos que componen, junto a la madre, el protagonismo coral, como flores de un racimo (como suele ser usual en el cine de Naruse), de una obra que, como indica el título (aunque sean tres hermanas y dos hermanos), sobre todo se centra en las consecuencias que deparan sobre las mujeres unas enquistadas tradiciones.
Sakanishi reconoce que no sabría qué hacer si se separara, no tendría donde ir. Su marido responde al prototipo de hombre que hay días que llega tarde porque igual disfruta de ciertos placeres en ciertos locales. El hermano pequeño, fotógrafo, también comienza a realizar sus devaneos, de lo que no deja de percatarse su esposa. En todas las relaciones pende la posibilidad de una separación, porque hay mujeres menos resignadas, o más decididas. Sanae (Setsuko Hara) ha dejado su casa tras discutir con su esposo, pero la muerte de este le coloca en una situación que suele ser delicada, la de viuda. Las viudas, como las madres, son componentes que se pueden convertir en perturbaciones, en apósitos incómodos, porque hay que mantenerlas. Pero Sanae, por el momento, aún dispone de cierto dinero, gracias al seguro de su esposo muerto. Y no quiere convertirse en carga ni apósito, por lo que decide formalizar su estancia en el hogar familiar que la acoja, a través del pago de un alquiler, La ironía es que ella se convertirá en la solución conveniente para las precariedades de otros, ya que le pedirán dinero prestado en varias ocasiones.
Incluso, será ella, la única capaz de sacrificarse por su madre, cuando las dificultades económicas de todos los componentes familiares (más preocupados por cómo se realizan las reparticiones por la venta de una casa) determinan que la madre se convierta en una figura a sortear. Sanae será capaz de aceptar una propuesta de matrimonio que no desea, porque de ese modo podría acoger con ella a su madre. Aún es más doliente ese sacrificio (elocuente que la actriz sea alguien que parece que tiene la sonrisa como rasgo expresivo) porque implica el no aceptar la posibilidad de un amor con Shingo (Tatsuya Nakadai), ya que es diez años más joven que él (y se supone que la sociedad 'demanda' que él busque una mujer que asegure el poder darle hijos, y ella ya tiene 40). Ambos habían contemplado la estatua de una figura pensante. Ambos acaban convertidos en figuras de piedras por el peso de unas tradiciones que no son sino ideas rígidas, lastres que propician el desperdicio de sus vidas. Sanae es otra de tantas mujeres que quedan atrapadas en sus papeles de esposas o madres, en unas perchas que sangran, aunque forcejeen con liberarse. Sanae había vuelto a sentirse viva al conocer a Shingo, como si se diera luz de nuevo, como si se diera a luz a sí misma. Pero bajo la superficie de la luz de una pantalla de vida, habitan muchas sombras. Aunque alguna despierte, como Sakanishi, y abra una pequeña hendidura en la piedra.
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