sábado, 14 de septiembre de 2013
Georgia
Hay artistas, sean literatos, pintores, cineastas o músicos, que brillan por su aplicado dominio de sus recursos expresivos. Sus trazos, sus acordes, parecen obra de un orfebre. Son creadores de tiralineas. Artistas en los que la corrección, el afinamiento, linda con lo que se puede considerar perfeccion, con el lustre exento de máculas. Hay otros que se tambalean en la convulsión, a los que las mareas de las emociones parece que superan, su arte puede parecer descosido, torpe, desafinado, abrupto, a veces rayano en el grito, en el espasmo, una contorsión que no sabe de pudor ni de limites. Y sus destellos son tanto el reflejo de la obscenidad de un fracaso como el milagro de lo sublime descarnado. 'Georgia' (1995), de Ulu Grosbard, con guión de Barbara Turner (madre de la actriz protagonista), no se centra en Georgia (Mare Wininngham), la exitosa cantante decountry, sino en su hermana Sadie (Jenniffer Jason Leigh), para quien su centro, su referente, su horizonte, es su hermana Georgia. Sadie se arrastra en la periferia, en una vida de trazos inconclusos, un vida deshilachada a la que intenta denodadamante dar forma, pero se desdibuja, como una pulpa que se agita torpemente.
Georgia parece la figura que corona una vitrina, una figura de cuerpo imperturbable que domina el escenario de su vida. No sólo triunfa con su música. Ha creado una familia, y espera su tercer hijo. Su marido es tan razonable, tan templado, tan lúcido, que parece extraterrestre. Ha comprado la casa en la que vivió su infancia, como si afirmará aún más rotundamente su condición de raíz, de tronco firme. Su realidad tiene recios cimientos que a su vez crean una realidad, porque ha devenido en modelo, en referente. Es como una institución en la que no se advierte fisura alguna, casi una entidad etérea, una emanación de un mundo ideal. Sadie es una fisura en sí misma, es la carne que se arrastra en la oscuridad, un cuerpo abrasado por la luz de su hermana, que se convierte para ella en agujero negro. Sadie se atropella con sus mismos gestos, su cuerpo parece desmadejarse, sus gestos desfigurarse, como si sus rasgos no consiguieran centrarse. Sus ojos no difieren muchas veces de su sombreado.
Canta 'Almost blue', y así es su vida, un casi, y desesperación, dolor, padecimiento, al que no logra superar ni dar forma, como si siempre le desbordara, y convirtiera en una marioneta de sus emociones, sujeta a sus vaivenes, a sus resacas, en las que se atasca aún más con las drogas que consume para entumecerse, para evitar que las mareas la ahoguen. En el escenario, su voz, en ocasiones, parece un graznido, una súplica, un grito que ansia libertad, liberarse de un cautiverio, la luminosidad de su hermana que la anula, que la va consumiendo como si abarcara toda la luz posible. Sadie es un deshecho que pugna por dotarse de verbo. La intensidad, la ofuscación puede superarla, y paralizarla, dejarla en un estado de interrupción, de suspensión vital, como si perdiera el paso. Mira a su alrededor, y se desconoce, como si no hubiera un centro de gravedad en su vida. Anhela las alturas, anhela ser cantante, anhela ser su hermana, pero no es sino pálido reflejo, un reflejo herido, el grito punk que hace temblar la vitrina. Sadie es la suciedad que aúlla su fracaso.
Pero en esos aullidos, a veces, se produce el destello, ese que nunca una artista como su hermana alcanzará, ese que habrá a muchos les parecerá una patética muestra de impudicia. Aunque, para otros, no es sino uno de esos milagros que rara vez se dan en la pantalla, en unas páginas, en un escenario, en un cuadro. Son ocho minutos y medio que raptan las entrañas, que las zarandean, que las sacuden, y arrancan sus lágrimas. La voz de Sadie se desgañita, se desgarra, sangra, mientras canta 'Take me back' de Van Morrison. La pantalla se incendia, lo obsceno se conjuga con lo sublime. La pantalla se empapa de entrañas desnudas, rocía de gasolina la corrección y la compostura, quiebra la vitrina de lo pulcro y lo esterilizado. La carne estalla y se hace celuloide. A veces, se producen milagros. Y su corazón late desnudo, en la intemperie, donde crecen las cruces de hierro, antes de prorrumpir en una carcajada, que es despedida de un mundo que sólo parece saber, o querer, vivir en la superficie de las vanidades.
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