sábado, 31 de agosto de 2013
Paraíso: Fe
Los autos de choque dejan paso a los combates de Wrestling catch. En 'Paraíso: amor' (2012), las emociones colisionaban, las de las expectativas e ilusiones de su protagonista, Teresa, mientras los cuerpos se enredaban en cierta escenificación en la que cada uno tiene su particular guión, y que llegaba a su fin cuando Teresa toma consciencia de que los guiones son distintos. Para Teresa, turista en Kenia, esa celebración de los cuerpos, de los sentidos, de la sexualidad, no era la finalidad última, sino que era un instrumento, un medio, con el que buscaba sentirse querida, excepcional, cuando realmente estaba siendo utilizada por unos cuerpos en venta que necesitan el dinero del mismo modo que ella necesita satisfacción para su ego. Las cabriolas del amor derivan en forcejeo de actitudes divergentes. La frustración, el despecho, deriva en un fugaz conato agresivo cuando golpea a uno de sus provisionales amantes kenianos, al primero que le ha decepcionado. En posteriores desilusiones, una concisa elipsis que refleja su resignación (su nuevo amante le pide dinero contándole una 'batallita' del accidente de un familiar; en el siguiente plano la vemos caminando sola en la noche).
En 'Paraíso: Fe' (Paradies: Glaube, 2012), de Ulrich Seidl, las colisiones, los enfrentamientos, de actitudes, llegan a ser incluso corporales, convirtiéndose en una refriega. La tensión acumulada deriva en una auténtica batalla campal. El regusto por el autofustigamiento, el que siente Ana María (Maria Hofstater), católica que practica el proselitismo de su fe con obcecado entusiasmo, deriva en un mutuo fustigamiento sangrante cuando vuelva al hogar el marido, Nabil (Nabil Saleh), judío, impedido en su silla de ruedas. Las actitudes también son opuestas. Nabil busca, suplica, demanda, exige, la satisfacción sexual; busca dormir en la misma cama con su esposa (la primera vez es un tímido pero insistente por favor de sacudida de hombro). Ella no quiere saber nada del sexo, o quizá sólo con el crucifijo con el que se acaricia. Jesucristo es un ideal, como Teresa también buscaba un ideal, una ilusión; en un caso el medio o instrumento es abstracto, en el otro era corpóreo. Los keniatas complacían su cuerpo, pero sobre todo su oído, su mente (haciéndola sentir única) porque era la manera de que ella les diera dinero, sin hacerla sentir que pagaba por sus servicios, sino como gratificación o apoyo.
A Ana María le complace convertir a los descreídos, a los pecadores o perdidos. Llevarles por el recto camino de la pureza y de la corrección. No le importa su circunstancia,como el caso de la desesperada inmigrante del este; Ana María sólo quiere liberarla de los demonios del alcohol, como si eso arreglara su precaria condición material y sus desilusiones vitales por los engaños que ha sufrido. Su desencuentro deriva en otra sesión de wrestling catch. Católica, judío, una inmigrante, combates. Un espejo no distorsionado, sino que refleja la distorsión de una sociedad.Los encuadres parecen intercambiables en ambas obras, la habitación de Ana Maria, en cuyo primer plano vemos cómo se fustiga ante la cruz, es una cabina, un monitor, una cuadrícula, como las habitaciones en las que se encuentra Teresa con los diversos amantes keniatas.
La narración es un proceso de degradación. Las suplicas de Nabil se convierten en bofetadas, en agresión. La convivencia se convierte en un cuadrilátero. Nabil tira al suelo todos los signos católicos, todos los crucifijos o todas las cruces, que cuelgan en las paredes. Ana María le quita su silla de ruedas, pero él inasequible al desaliento se arrastra por la casa, para golpear la puerta tras la que ella permanece refugiada, como si la convivencia fuera un asedio, hasta que la suplica se usa como reclamo para la agresión definitiva, el forcejeo desesperado en el que los cuerpos sellan un desencuentro ya irrecuperable. Aunque siempre quedarán las suplicas y los rezos al crucifijo, pese a que ella haga oídos sordos a las súplicas o los lamentos de los demás. Si su compatriota Haneke parece haberse puesto el traje de domingo en sus dos últimas obras, atildando su cine como una vitrina de exposición, Seidl opta por una sórdida convulsión que rehuye las composturas. El paraíso tiene el olor de las miasmas de aire retenido que despide un armario que no se ha abierto desde tiempos inmemoriales, desde que Ctulhu reinaba en la tierra.
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