sábado, 24 de agosto de 2013
Paraíso: amor
Bikinis y culos enormes, es la frase que un personaje suelta, como si fuera un mantra, como si condensara la sustancia de la vida, en 'Spring breakers' (2012), de Harmony Korine. Es la pantalla deseable de la vida, el horizonte, el paraíso. Probablemente, no encajaría en su perspectiva los bikinis y los culos enormes de 'Paraíso: amor' (Paradies: liebe, 2012) de Ulrich Seidl, porque los primeros los portan turistas austríacas cincuentañeras en busca del relajo y el placer sexual en Kenia y los segundos son más bien fláccidos, rebosantes de grasa como el resto de su cuerpo. No puede haber películas más opuestas, aunque ambas giren alrededor de la repetición y del vacío. Hay a quienes 'Spring breakers' les ha parecido una placentera experiencia lisérgica. A mí me parece celuloide rayado que repitiera en un bucle el mismo plano atronador una y otra vez. Hay quien apunta que esa estrategia del machaque es la opción adecuada para reflejar el sórdido vacío de un modo o de una actitud de vida tramada sobre bikinis, culos enormes y música atronadora. Criticar un vacío con los medios aturdidores de un montaje febril, que haría las delicias de Michael Bay, como si fuera un videoclip alargado, me parece una contradicción, ya que más bien me transmite la sensación de que celebra el encefalograma plano, o que no hay nada más allá de los bikinis y los culos enormes al son de la música atronadora. Y además, son culos enormes políticamente correctos, culos de escaparate o pasarela, neumáticos, que no exudan condición orgánica. No sé si encenderá los ánimos del bajo vientre, a mí por poco me castra los últimos residuos de apetito sexual que queden en mi cuerpo.
Hace unas décadas 'Showgirls' de Paul Verhoeven recibió varapalos por todos los lados. Gustarte esa espléndida variación de 'Eva al desnudo' (1950), de Joseph L Mankiewicz implicaba que tu interés se focalizaba en los culos y las tetas. Verhoeven logró lo que no consigue Kormine, ser mordaz con un vacío, desterrando cualquier muleta de glamour, ese del que, pese a todo, se intenta dotar con estética MTV a 'Spring breakers'. En 'Paraíso: Amor' (2012), de Ulrich Seidl no hay ambiguedades, no hay mirada complaciente. No se da gato por liebre. Nada de cuestionar mientras se suministra a espuertas lo que se supone cuestionar. Y también hay repetición, pero una repetición que no tiene que ver con el atasco expresivo, sino con la incisiva observación de un mecanismo vital en una restringida cuadrícula de vida. La repetición de unas colisiones, como las de unos autos de choques, como aquellos con los que colisionan los deficientes mentales (o cual sea ahora el término políticamente correcto) en la secuencia inicial. Quizá no haya demasiada diferencia entre los deficientes o no deficientes (también por lo que he apreciado cuidando dos años y medio a autistas). Quizá sólo de grado.
Hay cierta deficiencia en la mente de Tesa (Margaret Tiesel), en su obcecada búsqueda en Kenia de una complacencia sentimental, en su insistente búsqueda de una mirada que la haga sentir maravillosa, excepcional. Su paisaje en su tierra natal, en Austria, no resulta muy estimulante, ya que parece restringida a una hija cuya atención parece engarfiada en la pantalla de su móvil, enajenada, como tantos y tantas hoy en día, a esa pequeña pantalla. Su vida pasa entre whatsapss y otras supuestas conexiones, como la de su madre contemplando a los que utilizan los autos de choques. Hay pantallas físicas y otras mentales, y la madre tiene la propia, en la que quiere realizar sus fantasías, sus ilusiones. Qué mejor que un lugar exótico que nada tenga que ver con su paisaje ordinario. En Kenia, es abordada por varios autos de choque en forma de keniatas que intentan venderle algo, ser su guía, ser su amante, vender su cuerpo para en última instancia conseguir el dinero de la turista de turno.
La disposición del encuadre asemeja a la de un menú en la pantalla de un ordenador: los keniatas a la espera en la playa, y las mujeres desplazándose entre las 'ofertas' (en los encuentros sexuales también abundan los planos fijos, incidiendo en esa relación monitorizada con fantasias). Tesa, en principio, se deja llevar porque de repente se siente protagonista de un cuento, es la princesa, la atendida, la adorada, puede hasta elegir entre cortejadores, y además puede disfrutar de unos placeres vedados en su vida corriente, los del sexo. Pero todo es falso. Las palabras de amor son falsas, moneda de cambio para que ella luego suministre dinero sin pensarlo. Una y otra vez colisiona con la misma piedra, con otro keniata que usa la misma estrategia. Hasta que ya agota su capacidad de credibilidad, de confianza en que pudiera darse el caso de que alguno de ellos de verdad quedara prendado de ella. Su espejismo se desvanece. Ya no hay cabriolas de las palabras que la seduzcan. Colisiona con la realidad, y abandona su últimas pantallas, los velos de sus ilusiones. La fantasía no respondía a su mando. Sólo queda el paisaje. O las ya conocidas colisiones de su vida ordinaria.
Seidl mira de frente, dilatando la duración de los planos, como quien no quiere rehuir ni distraer con lo accesorio la mirada, y no maquilla la descarnada, sórdida, vulgar realidad con filtros embellecedores, ni espectaculariza el vacío ambiguamente, como hace Korine, para que se haga más digerible. Seidl no deja asideros, como tampoco recarga tintes en lo miserable, ni se congratula en las deformidades, ni hace chanza de lo patético. Mantiene las distancias, como abundan los planos generales, como viñetas, como si los personajes fueran dibujos animados, cual sórdida variante de los encuadres viñetas de Wes Anderson. Muestra la realidad flácida, la de los bikinis que se confunden con la carne, la de los culos enormes desinflados, grasa de mentes que transitan la vida como meros autos de choques.
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