viernes, 23 de agosto de 2013
Big fish
La experiencia es la suma de la acción y la reflexión. Will (Billy Cudrup) está convencido de que no hay una correspondencia entre los hechos y las evocaciones que realiza su padre Edward Bloom (Albert Finney). Piensa que no describe hechos sino que los distorsiona en forma de relatos fabulosos, cuando no son meras invenciones, quizá cortinas de humo de actuaciones que prefiere ocultar por conveniencia. La vida de su padre, lo que este transmite y comparte, la siente como una mentira. Siente que sólo conoce el 10 % de su personalidad, como si su padre fuera un iceberg. Para Will es como si su padre sólo fuera una personalidad escurridiza, además de inflamada, alguien que quiere sentirse un gran pez en el oceano de la vida, y contrarresta su vida ordinaria y maquilla sus dobleces, lo que oculta, con esos relatos extraordinarios, como el del gran pez que pescó cuando él nació, relato que narra una y otra vez en cualquier evento público, hecho que exaspera ya a su hijo, como si su padre fuera un mero actor en una pantalla o escenario, congratulado de sí mismo. Piensa que su padre 'se monta películas', y que es un adicto al protagonismo escénico. En sus relatos no hay reflexión, sino fugas, meros arabescos de la imaginación, como si mirara siempre para otro lado que no sea la realidad, ni la del pasado ni la del presente, o sólo se mirara a sí mismo, como un gran foco que le iluminara..
La primera parte de Big fish (2003) se hilvana sobre esa escisión, sobre ese conflicto, el desencuentro del hijo con el padre, que no decrece pese a la frágil salud del padre, motivo por el que el hijo vuela desde Francia, con su esposa, Josephin (Marion Cotillard), para estar junto a él. Los pasajes de esa estancia se combinan con los relatos extraordinarios de su padre sobre una vida compartida con gigantes, hombres lobos, sirenas, hermanas siamesas que compartían las mismas piernas, entre circos, inundaciones en las que su coche acaba en lo alto de un árbol y misiones arriesgadas en la guerra, atracos y pueblos singulares apartados del camino de nombre Espectro. Relatos que son fábulas, comentarios de un proceso de conocimiento a la vez que relatos de hechos sorprendentes. El gigante que aterrorizaba al pueblo de Edward (Ewan McGregor, de joven) se correspondía con sus sentimientos de sentirse gigante en una pequeña alberca. Reflejaba sus ansias de salir de un mundo, de un pequeño pueblo, que sentía que reducía su aliento, que atascaba sus inquietudes vitales. Con el gigante sale a la aventura, sale al mundo a forjar su vida.
Pero en la vida hay tentaciones, aquellas que rehuyen los esfuerzos, que no quieren afrontar las incertidumbres, las posibles precariedades o decepciones. Ese otro sendero, en el que tiene que superar enjambres de abejas, telas de arañas y árboles que intentan atraparle con sus ramas (como si sus propias raíces intentaran anularle), le lleva el pueblo de Espectro. Un pueblo que no sabe de desplazamientos o movimientos, sino que es la complacencia en la inmovilidad, por eso cuelgan sus zapatos en la entrada en una cuerda. No es necesario el mundo afuera. No hay urgencia por realizar nada. Simplemente disfrutar una vida plácida, de comida, bailes, de tiempo que bosteza mientras se estira. No hay horizontes, y por tanto no hay miedo de decepciones. El poeta, Winslow (Steve Buscemi) lleva meses sin haber avanzado en su poema, del que ha compuesto sólo tres estrofas, nada brillantes además. Si no lo terminas, te evitas que no guste. El conformismo, el apego a unas raíces que no saben de caminos, transformaciones, superaciones y mejoras, de riesgos, en suma, puede ser un tentador espectro.
En la segunda parte, Will comprenderá que no hay en su padre dobleces, u otras vidas paralelas, que quisiera oculta. Aquel relato que contaba sobre aquella bruja en su infancia en cuyo ojo blanco vio su futuro, su muerte, como Will comprende a través de otro relato, el de una mujer enamorada, a la que su padre ayudó, Jenny (Helena Bonham Carter, que también encarna a la bruja) no era sino reflejo indirecto del amor entregado que sentía por su esposa, Sandra, y que determinaba que a las otras mujeres considerara como brujas. Porque para él las otras mujeres eran la muerte, para él su vida era Sandra. Will no había sabido ver, ni por lo tanto comprender, a través de aquellos relatos de su padre. Su visión transfiguradora contenía una reflexión en el mismo relato. Bloom, en inglés, significa florecer. Edward siembra de refulgentes flores amarillas, cual soles, el prado cercano a la ventana de su amada cuando la cortejaba. Un amor que no ha dejado de florecer. Ni de fluir. Un abrazo en el agua de las emociones. El amor que fluye como el agua, como una corriente que no deja de alimentarse.
El amor realizado, celebrado en ese abrazo en la bañera entre Edward (Albert finney) y Sandra (Jessica Lange), ya en las postrimerías de esa relación (conexión), ya que Edward Bloom padece una enfermedad que le sitúa en los albores de la muerte. Un amor sublime que no ha dejado de moverse, porque conjuga la eternidad y el instante. La eternidad, porque el tiempo se detuvo cuando vio a Sandra (Alison Lohman, de joven), por primera vez, momento en el que sólo ambos fluían, mientras los demás objetos flotaban a su alrededor, como si habitaran dentro del agua. Se detuvo el tiempo, y no han dejado de fluir juntos en él desde entonces. Y el instante, la suma de millones de instantes cada uno dotado de una inmensidad de vida. El agua es el elemento, en la alquimia, que se considera la materia de la vida El agua que es nacimiento, porque en ese liquido habitamos, flotando, en el interior de la madre antes de salir al mundo. Y en el agua Edward descansará, tras morir, llevado en brazos por su hijo, Will, ante la mirada de Sandra. Aunque sea en el relato de su hijo, el relato de quien le ha mirado de frente, sin desenfoque, por primera vez. Y hace de su muerto un homenaje a su vida, a su forma de mirar y habitar la vida.
Celebración de la vida, celebración de la ilusión. Es lo que eran esos relatos fabulosos que Edward narraba a su hijo, y que este creía meras invenciones. Relatos que eran transfiguración, elevaban y celebraban la vida. Su padre era un relato en su mismo, un relato excepcional que sorprendía leer, que ofrecía un ángulo sorprendente sobre la vida. Su padre no muere en la cama de un hospital sino en brazos de su hijo, rodeado de todas las personas que le han amado a lo largo de su vida, sumergido en el río en el que se convertirá en el gran pez que realmente siempre ha sido. Porque así lo veían los demás. Una ilusión que es esplendor, el reflejo de una realidad interior, de una actitud, de una personalidad que alienta el asombro con su forma de relacionarse con la vida, con los demás. Como el amor es la ilusión que nos realiza, impulso de vida. el agua que nos hace fluir. El logro de ese quinto elemento que se anhela encontrar en la alquimia. El relato más sublime que nos convierte en gigantes, sirenas, hombres lobos y siameses con entrañas compartidas.
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