martes, 30 de julio de 2013
Reto a la muerte
Goddard (Alan Ladd) es un detective del Servicio postal para quien una relación amorosa se restringe a que tu revolver tenga las balas necesarias cuando lo necesites. Para él el corazón es un músculo, y cuando un policía muere es que ha dejado de funcionar un mecanismo. Tampoco tiene una visión muy complaciente del género humano. No piensa que los delincuentes sean especímenes separados del ciudadano normal respetuoso de las leyes. Que todos ansíen tener más dinero y mejor trabajo propicia que haya quienes quieran tomarse un atajo realizando una acción criminal. Para alguien que es calificado por sus compañeros como menos sensible que una roca no deja de tener gracia que, en su nuevo caso, la investigación del asesinato de un inspector de correos, tenga que confrontarse con una monja, Sister Augustine (Phylis Calvert), la única testigo que puede reconocer a uno de los criminales, con la que no tiene complejos en sacar a colación, en una conversación, a Martin Lutero. Quizás porque sabe que puede desestabilizarla, a y los mecanismos les gustan tener el control de los engranajes de las relaciones.
Pero, tras este singular comienzo, o presentación de un mecanismo con forma humana, 'Reto a la muerte' (Appointment with danger, 1951), de Lewis Allen, con guión de Richard L Breen ('Berlín occidente') y Warren Duff ('Perseguido', 'Noche en el alma', 'Un hombre acusa' y productor de 'Retorno al pasado') deriva hacia un terreno más ortodoxo, el territorio de la variante del fim noir, 'infiltrado en banda de criminales' combinada con ese subgénero que es la película de atracos.Como otra obra con representante de la ley infiltrado entre delincuentes, 'La calle sin nombre' (1949), de William Keighley, se presenta como otro ejemplo film noir procedural, con un prólogo que nos presenta las actividades del Servicio postal, y la historia que nos van a relatar como uno de sus casos presuntamente verídicos. Pero ahí terminan el vínculo con los modos semidocumentales. Un travelling desde una ventana abierta a una habitación en sombras en la que un hombre parece dormir hasta que la aparición en encuadre de dos hombres evidencia que acaban de matarlo, ya nos sitúa en el espacio de las tinieblas, de las sordidez moral, que culmina, poco después, con esos dos hombres dejando el cadáver en un callejón oscuro de la ciudad mientras la lluvia cae pesadamente.
La obra casi se convierte en un mecanismo como el propio Goddard, aunque más preciso sería decir que en un vigoroso músculo, una eficiente y hábil narración en la que destaca la caracterización de los criminales, el jefe de la banda de atracadores, Boettiger (Paul Stewart), y el de Regas (Jack Webb), uno de los dos hombres que han asesinado al inspector. Su vesanía queda ejemplificada en la excelente secuencia en la que matan al cómplice que vio Sor Angelina, Soderquist (Harry Morgan). Tras que este hasta compartido cuánto ansía volver a ver a su hijo (al que no ve desde que era bebé), a la vez que les enseña sus fotos, para acabar negándose a abandonar la ciudad, Regas no tiene escrúpulo en golpearle con el recuerdo de piedra de las botitas de su bebé. No faltan situaciones tensas en las que Goddard está a punto de ser descubierto, alguna vibrante persecución entre fábricas abandonadas, y una curiosa secuencia de un partido de pelota vasca que acaba con un contundente puñetazo y una toalla con hielos lanzada a la cara del que yace desmayado. Y, como remate, el mecanismo, o sea Goddard, es descubierto porque la monja es incapaz de mentir, algo que desestabiliza más contundentemente que una frase de Lutero.
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