sábado, 27 de julio de 2013

La pasión de Beatrice

                       
Entre acordes de música medieval que nos sitúan en su tiempo, los acordes del contrabajo del músico de jazz Ron Carter (que compone la banda sonora) aportan una nota de extrañeza, o de singularidad, a La pasión de Beatrice (La passion Beatrice, 1987), de Bertrand Tavernier. Ya había aparecido, como interprete, en una de las secuencias de la obra anterior del cineasta francés, Alrededor de la medianoche (1986). No es la única conexión. Siglos distintos, ambientes diferentes, divergencias, pero también coincidencias: La autodestrucción y sus modos, la muerte. Exilios y desconexiones con el mundo. En Alrededor de la medianoche, un músico de jazz, Dale (Dexter Gordon) que vive ya en un estado fronterizo (como esa singular combinación de realidad y decorados, los diseñados por el gran Alexandre Trauner). Dale vive (quizá deshabitado) los últimos pasajes de su autodestrucción, entre escombros de fatiga, asaltos al límite a la vida, y consciencia de la próxima llegada a la términal de la vida, la muerte. Ya no hay reposo, su único aliento es la música. En esa fuga que es rechazo, entumecido con los vahos del alcohol, encuentra en Paris otro refugio que tiene un sabor verdadero de cálida vida, la vigorosa y leal amistad con un dibujante entusiasta del jazz, Francis (Francois Cluzet). Ambos errando con los residuos de una familia rota. Dale encuentra en Francis y su hija la restitución de su fracaso, esa familia que dejó atrás en el camino perdido entre los vahos del exilio de su arte. Por un instante, vuelve a habitar la vida, la lumbre se enciende en sus últimos pasos, en sus últimos acordes.
 Francois de Cortemart (Bernard Pierre Donnadieu) vive en otro siglo, el XIV. También ha vivido sus batallas, aunque han sido más bien las de la decepción y el cautiverio (prisionero de los ingleses durante cuatro años). No busca ni transmite calidez, cuando retorna a su castillo. Desprecia a su hijo, Renaud (Nils Tavernier) al que humilla públicamente, por cagarse antes de entrar en combate, y al que llega utilizar, vestido con ropa de mujer, como presa en una caza al hombre. Y mantiene un tira y afloja con su hija de diecisiete años Beatrice (Julie Delpy) a quién cuestiona cómo administró sus tierras durante su ausencia, indiferente a su justificación de que la venta de propiedades fue motivada por meras necesidades primarias. Francis no cree en nada, ni en nadie, no hay una idea trascendente que le nutra, o en la que crea, y no siente lazos afectivos con nadie. Es un hombre muerto en vida, la desesperación hecha hombre, que descarga su intemperie, su vacío, violando a su hija, y convirtiéndola en su esposa. Es la furiosa rebelión de un hombre ante la Nada. Su retorno convierte la ilusión de Beatrice, por su retorno, en padecimiento. 
El lirismo melancólico, la doliente calidez de Alrededor de la medianoche, se torna rugosa aspereza, desnudez lacerante. En pocas películas se ha descrito el ambiente medieval con tal turbiedad, se ha conjugado tan afilada como armoniosamente la concreción con la abstracción. Es como la inmersión en lo primigenio, en el instinto desatado, en la indefensión que se revuelve con el ejercicio de la brutalidad, de la crueldad. Es la negación de la vida, la disidencia ante cualquier entidad transcendente, patria, Dios, honor, que se ha revelado, o se siente, inconsistente, falaz. Sólo resta la elemental condición animal. La ley del más fuerte que da rienda suelta a su deseo. En su posterior película, La vida y nada más (1988) Tavernier sosiega su tono, aunque también transite los paisajes después de la batalla, de una guerra, la confrontación con las pérdidas, los intentos de rehacerse, y a la vez la inconsistencia de unas instituciones para las que ante todo prima la imagen (una estatua de un soldado desconocido que represente a todos los muertos sin nombre). Si para el protagonista, militar encargado de contabilizar e identificar los muertos, la confrontación con ese 'túnel de heridas no cerradas' suponía el descubrimiento de que aún era capaz de amar, Francois opta por embrutecerse, suicidarse lentamente, con el ejercicio del incesto. 
Para Francois no hay sentido, sino el mero ejercicio de la apetencia, el aprovechamiento de una posición de poder. Pero no es sino la fuga de sí mismo, huir de su desolación (su grito en la noche, clamando al cielo, arrastrándose en la tierra). La contemplación un vacío, el que le rodea, y el de sí mismo en el espejo le repele, y decide autodestruirse destruyendo, maltratando a quienes le rodea. A Francois le pasa como a Carolina (Jane Birkin) en Daddy nostalgie (1990), que le gustaría desaparecer de su propia vida, no ser ella misma, mientras es testigo de los últimos coletazos de vida de su padre (Dirk Bogarde), de quien admira su capacidad de saber vivir. Francois es un hombre que ya estaba muerto desde niño, desde que asesinó al amante de su madre (al descubrirles juntos en la cama), y espero durante meses en la almena a que retornara su padre. Cuando fue él quien marchó al horizonte, a cumplir aquella misión, supuestamente con un sentido, comprendió el absurdo de sus actos, de la falta de una misión en la vida. No hay nada, sólo destrucción, o vana espera. Una vida que es cautiverio. Francois se vació, convirtiéndose en un ser amargo, y afilado como un cuchillo. Ahora es su hija la que le ha esperado con ansia, pero el retorno es otro cuchillo que vuelve contra su hija, hasta que esta decide levantarlo sobre su pecho. 

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