miércoles, 24 de julio de 2013
Eleni
Los elaborados y dilatados planos secuencias pueden ser el recurso distintivo del cine de Theo Angelopoulos, pero con sus obras tengo la sensación de que unas son en primer plano, otras en plano medio o americano, y otras en plano general, según la preeminencia que se dé, en primer término, a lo singular y a lo colectivo . En primer plano siento que son 'El apicultor' (1986) o 'La eternidad y un día' (1998), quizá las obras en la que lo íntimo, el trayecto de una presencia individual (que pugna aún por ser presencia o por recuperar esa condición), trama orgánicamente la musicalidad de su narración. En plano medio serían 'La mirada de Ulises' (1995), 'Pasaje en la niebla' (1988) o 'Viaje a Citera' (1984), aunque esta urge revisarla porque quizá podría encajar en la primera consideración. Los protagonistas oscilan entre su condición de personaje y de conductores de una narración. El hecho es que es el quinteto de obras que prefiero de su filmografía, no por ello necesariamente las que sean, o considere, mejores. Sus obras iniciales las siento más en plano general, quizá con más distancia, en las que prima el retrato (o protagonismo) colectivo, y en las que la abstracción se agudiza, y la representación aún evidencia más su condición de artificio. No por ello menos interesantes, pero sí establece remarcadamente esa distancia que en algún momento puede resultar árida, o suponer más esfuerzo para conectar, para mantener la concentración, como si se mantuviera la cuerda en tensión durante todo el relato, o composición musical.
Porque su cine tiene mucho de orquestación musical, o quizás más apropiadamente, de coreografía, por el compás de sus planos secuencias, de la armonía o conjunción entre el movimiento de la cámara y el de los actores. Y es una música que no permite distracciones, y necesita del adecuado ánimo receptivo. Recuerdo que el segundo visionado de 'La mirada de Ulises' se me hizo muy cuesta arriba, lo que no ha ocurrido, sino todo lo contrario, en el visionado precedente o en el posterior. Es un cine que me parece más espacial que temporal, aunque haya planos,como en el inicio de 'La mirada de Ulises', en el que se suceda un paso temporal. Aunque la cámara no deje desplazarse, sus movimientos de cámara no esculpen el tiempo (como en el cine de Tarkovski), más bien buscan nuevos ángulos en un escenario teatral. El encuadre es un espacio en el que la realidad se transfigura, se comenta, es la memoria que reflexiona y convierte la Historia, la visión de conjunto, en un baile de sombras, de espectros, en espejo transfigurado de un escenario, en el que hienden el clamor o filo de su mirada los reflejos de historias singulares, la condición de cuerpos que claman que no son símbolos, representaciones, actores.
'Eleni' (To livadi pou dakryzei, 2004), en principio, me parece una obra en plano americano, o quizás oscilante, entre el plano medio y el plano general. Hay una pareja que conduce el relato, la pareja que conforman Eleni (Alexandra Aidini ), trasunta de Helena de Troya y Alexis ((Nikos Poursadinis), trasunto de Paris,pero prima el retrato colectivo, una visión de conjunto que abarca tres décadas, desde 1919 hasta 1949 (el fin de la guerra civil), un periodo sumamente inestable en el que tuvieron lugar varios golpes militares (el más violento, por sus purgas, y expulsión, de comunistas, el del 36). No poder sostenerse en todo momento en los personajes, aunque sea una pareja que pugna y lucha por su amor pese a todas las adversidades, implica ajustar la frecuencia de onda. Estamos en el territorio de la abstracción, de los símbolos, de los signos desplegados, en donde un drama individual se amplifica con resonancias que abarcan un conjunto.
Eleni y Alexis, símbolo del amor absoluto, o de la lucha por su supervivencia, que es decir de la armonía, huyen primero del padre de Alexis, y padre adoptivo de Eleni,Spyros (Vassilis Kolovos), trasunto del rey Menelao, como después deben superar diferentes adversidades, desde una inundación que arrasa el pueblo, a la purga del golpe militar y la separación provocada por la segunda guerra mundial. Hay imágenes que se asocian y condensan el trayecto: un árbol con cadáveres colgados de ovejas, decenas de botes en un río tras la inundación, cuerpos de cara a paredones a punto de ser fusilados en la indistinta noche. Hay una circularidad que parece atrapar desde su inicio a esta pareja que quiere huir, encontrar su punto de fuga, condensada en ese soberbio plano secuencia circular que da vueltas en la sala donde toca la banda, para que baile la gente, cuando irrumpe el padre de Alexis. Como queda evidenciado, en la secuencia en la que ambos encuentran su primer refugio en un teatro de Salonica, cómo la realidad es un escenario, en el que no puedes dejar de ser un actor, una representación, un escenario que subordina, maltrata, anula o niega, la emoción, el cuerpo. El escenario, por las ficciones que lo dominan, se define por su violencia.
Bellísimo es el travelling lateral sobre los distintos palcos del teatro donde duerme la gente, como en el otro extremo ( y en otra dirección), es desolador el travelling nocturno que recorre los patios exteriores e interiores cuando se ha producido el golpe militar y las paredes se hayan jalonadas por distintos cuerpos en posición de ser fusilados. Los cuerpos quedan relegados a su condición de máscaras, de representaciones (individuales y colectivas). Y la música que intenta rescatar a la emoción también será aniquilada. Hay una extraordinaria secuencia que lo sintetiza. Ese plano secuencia en el que la cámara baila, fluctúa, entre las sábanas tendidas, entre las cuales los músicos tocan cada uno su instrumento, para la pareja protagonista. Un disparo quiebra la armonía que se gesta y acuna. Un sublime plano general encuadra el campo de sábanas tendidas. La cámara se acerca, combinado con zoom, para encuadrar a un cuerpo que aparece tambaleante, herido, una mancha de sangre en la pantalla en la que se ha constituido la realidad. Pantalla en la que los otros se convierten en funciones o ideas, que se pueden aniquilar porque son virtualidades. El cuerpo, la sangre, no existe. Por ello, la obra finaliza con uno de los gritos más desesperados, impotentes y desgarradores que ha dado el cine, el grito que reclama al cuerpo, a la armonía, a la emoción conciliada, a la música que hace tambalear los escenarios. Y es un grito que se convierte en un travelling que surca la emoción desde el plano general al primerísimo plano que hace tambalear nuestras entrañas.
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