sábado, 29 de junio de 2013
La señora sin camelias
Vida fingida, vida de apariencias. Clara (Lucia Bosé) es una imagen, una fantasía, una pantalla en la que otros proyectan, sean los espectadores en el cine, los productores por el beneficio económico que les puede proporcionar el reclamo de su belleza física, o aquellos que la desean, como mera aventura pasajera o para encerrarla como posesión de lujo en una torre aislada de la realidad. En La dama de las camelias (1848), la novela de Alexandre Dumas (hijo), Margarita Gautier, prostituta, fallecía por tisis, pero quedaba el homenaje de quien le amó, Armando, representado en las camelias blancas (su flor favorita) que depositaba cada día en su tumba.
Clara en La señora sin camelias (1953), de Michelangelo Antonioni, es actriz, pero no es por sus cualidades interpretativas por las que le ofrecen papeles protagonistas, sino por sus atributos físicos, como fantasía de deseo, sea interpretando prostitutas, o amante en historias pasionales. Es la otra, el sueño de los deseos reprimidos, clandestinos, más allá de las sombras de los focos de la vida ordinaria. Se convierte en una imagen en venta, que no muere físicamente, pero sí en cierto grado en su interior, como si se secara, porque tendrá que asumir que como actriz tendrá que prostituirse, aceptar ese tipo de papel, que no implican que la consideren una actriz seria, en proyectos poco estimulantes. Es lo que representa, un rostro y un cuerpo hermosos, una superficie que facina.
En su vida no habrá ni camelias. Su relación con Gianni (Andrea Chercchi)se definirá por los barrotes. En las primeras secuencias, cuando él le pide un beso, y ella se niega, tras ellos hay unas verjas. Gianni quiere casarse con ella, por lo que sortea las reticencias de Clara mediante artimañas disuasorias, como utilizar a sus padres antes de que ella haya decidido si se quiere casar con él o no (le comunica a sus padres que están ya comprometidos, por lo que ella se sentírá incapaz de contrariarle, aún más, por la necesidad de dinero de sus padres, por la enfermdad de su progenitor). No es una propuesta de matrimonio, son tácticas de presión para que no la contradiga ni niegue su voluntad. Gianni quiere dirigir su vida, por eso, en principio, pretende que se retire, porque no soporta que sea foto de portada en situaciones lúbricas, que sea objeto de deseo de otros. Otras miradas interfieren en su pantalla, en su fantasía. Su cuerpo sólo puede ser mirado, admirado, deseado por él. Los celos la encierran pero ella se resiste porque no quiere dedicar su día a hacer nada, a errar cual sombra errante en su torre de marfil. Gianni cede pero sólo permitiendo que actúe en algún papel que no suscite ninguna fantasía sexual. Qué mejor que una mujer que lleva coraza, y cuyo cuerpo sólo adquiere presencia para arder. Su propuesta es Juana de Arco, que se salda con un fracaso.
La ironía es que lo que quiere evitar, que sea deseada por otros hombres aunque sea en la distancia, sumada a esa restricción de lo que puede ella interpretar (la deja hacer pero sin quitar la correa) provoca que ella busque otros brazos, otra mirada, que sí la ame, que no quiera imponerla una película de vida en la que ella sea sojuzgada. Esa posibilidad parece que se la ofrece Nardo (Ivan Desny), pero en cuanto ella quiere romper con su vida falsificada, y reiniciar una vida que sea la propia con lo que parece un amor verdadero, se devela que Nardo prioriza las apariencias (su imagen, ya que es diplomático) como que realmente no la ama en la misma medida que le ama ella. No puede ser más premonitoria la secuencia en que ella se decide a dar el paso, y se encuentran en un espacio intermedio, en mitad de unas escaleras, o aún más, esa extraordinaria secuencia en la que, en el Estudio ,se encuentra con Nardo, de modo clandestino, entre decorados arrumbados, en la penumbra del crepúsculo.
Cuando Nardo la deja ante su casa, ella no traspasa los barrotes de la verja de ese escenario que abandonó. Se interna sola en la noche. Gianni quería encerrarla en una torre, Nardo que su relación discurra entre sombras, en las bambalinas (en un espacio intermedio entre sus respectivas vidas de pantallas). También con él la relación forma parte de un decorado, quizá distinto al que quería imponer Gianni, pero también tejido con conveniencias, con una tramoya impuesta en la que ella, al fin y al cabo, no dejaba de ser una representación, una imagen, un cuerpo que era símbolo más que emoción. No deja de ser elocuente que en repetidas ocasiones sea contemplada por alguien a su espalda, como un proyector sobre una pantalla, (de modo más manifiesto en la secuencia en la que proyectan Juana de Arco y la mirada de Nardo, en una de las butacas de atrás, está más pendiente de ella; o las distintas situaciones en las que conversa por teléfono sea con Nardo o Gianni, y el otro, detrás suyo, la observa). Clara no tiene rasgos, es lo que representa para los demás.
Sangrante ironía es que ella comparta su desesperación, que abra sus entrañas, y sea comprendida, por otro actor, Lodi (Alain Cuny, en otro personaje de contrapunto lúcido que, en esa faceta, puede ser precedente del que encarnará en su memorable personaje de La dolce vita, 1960, de Federico Fellini). Precisamente, el actor con quien interpretaba una escena sexual en las secuencias iniciales, cuando rodaban una película de nombre Una mujer sin destino. Clara, en cambio, sí parece tener un destino, sombrío, en el que desaparece en la imagen que representa para los demás, no una actriz, sino una mujer bella que es utilizada para satisfacer los bolsillos de los productores y las fantasías sexuales de los espectadores. Una tumba en vida, sola, sin camelias. El hombre despechado, Gianni, aunque actúe como si no lo fuera, le ofrece trabajar en una película de elocuente título: Las mil y una mujeres. La película que acepta interpretar, como concesión, porque sabe que nunca será considerada actriz seria, es Esclava en el paraíso.
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