martes, 25 de junio de 2013
La ascensión
La naturaleza abrupta, hostil, la que se afronta en la intemperie de la naturaleza salvaje, o en las entrañas del ser humano. La pantalla blanca de la nieve, que surcan, en los primeros pasajes de 'La ascensión'(Voskhozhdeniye, 1976) de Larisa Shepitko (que adaptó junto Yuri Klepikov la novela 'Sotnikov' de Basil Nykov), dos partisanos soviéticos, Sotnikov (Boris Plotnikov) y Rybak (Vladimir Gostyuhkin), en busca de comida para el grupo al que pertenece, que ha sido minado en la secuencia introductoria tras otro enfrentamiento contra las tropas alemanas. La pantalla en blanco de ese vacío sin respuestas, de la indiferencia y crueldad, inmersión en el horror donde los nombres resbalan o pierden paso, donde el grito resuena silencioso e impotente, cuando son detenidos por los alemanes y son sometidos a interrogatorio, tortura y ajusticiamiento.
En los primeros pasajes ambos hombres forcejean con el entorno, con la nieve en la que cada paso se convierte en una odisea, para no ser engullidos por esa superficie que quizás oculte un quebradizo hielo. Surcan o se arrastran por bosques, entre ramas secas que oprimen sus rostros. Buscan comida, aliento para sobrevivir, encuentran casas en ruinas, asoladas, u otras en donde sus habitantes forcejean con la naturaleza, y con los opresores que embargan su comida, para sobrevivir. Luchan contra el frío que entumece sus miembros. Sotnikov se ve sacudido por lo temblores por no portar el gorro adecuado, y retarda sus reacciones, por lo que es herido en un enfrentamiento contra una patrulla alemana. Su trayecto se convierte en un via crucis en el que se enfrenta a su insignificancia. Cuando está dispuesto a dispararse en el rostro, para no ser capturado, contempla la inmensa luna, que ocupa toda la pantalla, sobre su cabeza, como si recuperara por un instante el asombro que insuflaba vida a su mirada, como si perdiera el paso para recobrarlo, para recordarse, lejos de esa nieve, lejos de esos disparos, de ese absurdo escenario en el que se puede descubrir esplendores que negamos con nuestras balas, con nuestras miradas fruncidas. Para recordarse lo que podemos ser.
La ascensión' fue la última obra de Larisa Shepitko que fallecería con 41 años en un accidente de coche, con otros componentes del equipo, cuando preparaba su siguiente obra, 'Adios Matiora' que sería realizada en 1983 por su esposo, Elem Klimov. Se puede establecer un fructífera conexión con la reciente, y también magnífica, 'En la niebla' (2012) de Sergei Loznitsa. Les diferencia el planteamiento estlistico (Loznitsa recurre a elaborados planos secuencia, Shepitko fragmenta la planificación y extrae inusitada potencia expresiva del primer plano). En ambas se reflejan diversas actitudes en los rusos ante la opresión alemana, reveladas de modo manifiesto en los pasajes que describen su interrogatorio, reclusión y condena. Por un lado, quien ha asumido la condición colaboracionista, el interrogador Portnov (Anatoli Solonitsyn), cuya condición de hombre ilustrado se revela como desconcertante, y desolador, reflejo para Sotnikov, que era maestro (en el interrogatorio le pregunta a Portnov a que se dedicaba en la vida civil, pero Portnov no responde porque sabe que quiere 'humanizarle', desde el espacio abstracto de un interrogatorio al concreto de una vida corriente).
Por otro lado está quien se agarra como a un clavo ardiendo al instinto de supervivencia, aunque justifique el aceptar unirse al enemigo de modo provisional porque es la manera de poder seguir combatiendo, como se refleja en Rybak. Y, por último, quien aboga ante todo por la integridad, como Sotnikov, por la preminencia de la conciencia, por mucho que Portnov le exponga que todo acaba con la muerte, y los gestos se difuminan en la nada, incluso quizá distorsionados en la memoria de los otros. Sotnikov se miró con la luna, y ahora su mirada es la que se la devuelve a Portnov. Soporta la tortura, que le marquen a hierro vivo (su cabeza cuelga minimizada en el encuadre, en el que irrumpe el rostro de Portnov; lo que contrasta con la secuencia en la que contemplaba la luna), escupe sangre, pero su mirada se mantiene firme ante un horror que sabe rige gracias a las voluntades que ceden, a las que sacrifican la integridad al miedo (admirables las secuencias en las que Rybak imagina que huye y le disparan, cayendo siempre del mismo modo).
Rubak, que había sido casi inclemente con un aldeano sobre el que pendía la sospecha de colaborar con los alemanes, ahora se enfrenta a sí mismo, a su desesperación, a sus miedos, a su ansia de sobrevivir, a no ser un mero cuerpo que cuelga de la horca frente a la mirada ajena de los otros (el ajusticiamiento ejemplar, también coincidente con la obra de Lonitzsa). Rybak, que sabía desenvolverse en la hostil naturaleza, en la nieve, se siente extraviado en la intemperie de su interior, esa en la que sí se siente fuerte, resistente, Sotnikov. La mirada de Rybak, se pierde, agoniza, ante aquel silencioso vacío de nieve de un paisaje indiferente a los forcejeos y las miserias de los humanos. Es el reflejo de su insignificancia sumida en el abismo.
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